Esta mañana me ha sobrecogido
profundamente la lectura a través de la prensa de la carta en la que Diego, un
niño de once años sometido a acoso escolar en su colegio, se despidió de su
familia el pasado 14 de octubre, antes de decidir poner fin a su sufrimiento
lanzándose por la ventana de la cocina de su casa, situada en una quinta
planta. Lo primero que pensé es que tuvo mala suerte.
Tuvo mala suerte. Parece ser que
no había indicios. Miedo me da imaginar por todo lo que debe pasar un alumno en
la Escuela Española para que alguno de esos profesionales que pasan centenares
de horas con él al año atisbe algún indicio. Además, ya sabemos que eso de los
indicios no es para nosotros, que tendemos a arreglarlo (o taparlo) todo a
posteriori.
Tuvo mala suerte. Nadie se fijó
en que estaba siendo acosado por algunos de sus compañeros. Nadie cayó en la
cuenta. Nadie vio nada fuera de lo normal. Nadie prestó demasiada atención a lo
que ocurría en el recreo; los chavales, ya se sabe. Y es que esas cosas hay que
detectarlas, generalmente el acosado calla y tira para adelante con su dolor,
hasta que no puede más. O bien nadie creyó necesario hablar con sus padres. O a
nadie se le ocurrió poner el caso en conocimiento de la dirección del centro, o
de la inspección. O nadie pensó que podría ser positivo reunirse con los padres
de los maltratadores, hacerles partícipes de la situación, involucrarlos en su
solución. Todos estaban muy ocupados pensando únicamente en sí mismos.
Tuvo mala suerte, porque hay profesores
que sí se fijan en esas cosas y son lo suficientemente sensibles y
profesionales como para actuar con diligencia. Pero a él no le tocó ninguno de
éstos. Ya se sabe, son una caja de sorpresas estos docentes. Te toca lo que
toca.
Tuvo mala suerte porque mientras
que no haya denuncia por parte suya o de sus padres por lo visto todos se lavan
las manos. Qué cargantes estos niños que tienen algo que los hace diferentes, o
no tienen madera de líder, o les falta aguante, o no son carismáticos, o no saben
recurrir a la violencia para imponerse en clase. Qué fastidio tener que remover
el agua de nuestro estanque feliz. Qué pesadez interceder por ellos para
sacarles las castañas del fuego y complicarse uno la vida. ¿Qué hora es?
Tuvo mala suerte por vivir en una
sociedad que ha llegado a tal grado de podredumbre moral que tiende a culparse
a sí misma de todos los males, diluyendo las responsabilidades concretas entre expedientes
rutinarios, burda palabrería y vergonzosas declaraciones de intenciones.
Y es que considerar el acoso
escolar como un problema secundario, o aceptar implícitamente como parte de la
formación natural de los niños el hecho de que se tengan que buscar la vida
como puedan cuando sufren maltratos o vejaciones por parte de otros compañeros de
colegio, es síntoma evidente de hasta qué punto nos cuesta conformar una
sociedad democrática, que no es otra cosa que saber y querer convivir. Y
convivir no es simplemente tolerar al otro, es ser responsable, cumplir con las
obligaciones, pensar en cómo pueden repercutir en el resto nuestras acciones u
omisiones. Sentirse parte de algo. Seguimos abrazando la mezquindad como modo
de actuar en la vida: sólo levantamos la voz ante lo que nos beneficia
personalmente de algún modo, ya sea política o económicamente, lo demás lo relativizamos
u obviamos. Sobrevivimos, no convivimos. Por eso estamos languideciendo como
proyecto de sociedad en común. No se trata de no saber convivir, es simplemente
que no interesa. Insultamos a los que no piensan como nosotros, emborronamos la
realidad, manipulamos por definición, mentimos con descaro, pero, sobre todo,
hemos desarrollado una capacidad única para mirar hacia otro lado.
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