22 enero 2016

TUVO MALA SUERTE

Esta mañana me ha sobrecogido profundamente la lectura a través de la prensa de la carta en la que Diego, un niño de once años sometido a acoso escolar en su colegio, se despidió de su familia el pasado 14 de octubre, antes de decidir poner fin a su sufrimiento lanzándose por la ventana de la cocina de su casa, situada en una quinta planta. Lo primero que pensé es que tuvo mala suerte.

Tuvo mala suerte. Parece ser que no había indicios. Miedo me da imaginar por todo lo que debe pasar un alumno en la Escuela Española para que alguno de esos profesionales que pasan centenares de horas con él al año atisbe algún indicio. Además, ya sabemos que eso de los indicios no es para nosotros, que tendemos a arreglarlo (o taparlo) todo a posteriori.

Tuvo mala suerte. Nadie se fijó en que estaba siendo acosado por algunos de sus compañeros. Nadie cayó en la cuenta. Nadie vio nada fuera de lo normal. Nadie prestó demasiada atención a lo que ocurría en el recreo; los chavales, ya se sabe. Y es que esas cosas hay que detectarlas, generalmente el acosado calla y tira para adelante con su dolor, hasta que no puede más. O bien nadie creyó necesario hablar con sus padres. O a nadie se le ocurrió poner el caso en conocimiento de la dirección del centro, o de la inspección. O nadie pensó que podría ser positivo reunirse con los padres de los maltratadores, hacerles partícipes de la situación, involucrarlos en su solución. Todos estaban muy ocupados pensando únicamente en sí mismos.

Tuvo mala suerte, porque hay profesores que sí se fijan en esas cosas y son lo suficientemente sensibles y profesionales como para actuar con diligencia. Pero a él no le tocó ninguno de éstos. Ya se sabe, son una caja de sorpresas estos docentes. Te toca lo que toca.

Tuvo mala suerte porque mientras que no haya denuncia por parte suya o de sus padres por lo visto todos se lavan las manos. Qué cargantes estos niños que tienen algo que los hace diferentes, o no tienen madera de líder, o les falta aguante, o no son carismáticos, o no saben recurrir a la violencia para imponerse en clase. Qué fastidio tener que remover el agua de nuestro estanque feliz. Qué pesadez interceder por ellos para sacarles las castañas del fuego y complicarse uno la vida. ¿Qué hora es?

Tuvo mala suerte por vivir en una sociedad que ha llegado a tal grado de podredumbre moral que tiende a culparse a sí misma de todos los males, diluyendo las responsabilidades concretas entre expedientes rutinarios, burda palabrería y vergonzosas declaraciones de intenciones.


Y es que considerar el acoso escolar como un problema secundario, o aceptar implícitamente como parte de la formación natural de los niños el hecho de que se tengan que buscar la vida como puedan cuando sufren maltratos o vejaciones por parte de otros compañeros de colegio, es síntoma evidente de hasta qué punto nos cuesta conformar una sociedad democrática, que no es otra cosa que saber y querer convivir. Y convivir no es simplemente tolerar al otro, es ser responsable, cumplir con las obligaciones, pensar en cómo pueden repercutir en el resto nuestras acciones u omisiones. Sentirse parte de algo. Seguimos abrazando la mezquindad como modo de actuar en la vida: sólo levantamos la voz ante lo que nos beneficia personalmente de algún modo, ya sea política o económicamente, lo demás lo relativizamos u obviamos. Sobrevivimos, no convivimos. Por eso estamos languideciendo como proyecto de sociedad en común. No se trata de no saber convivir, es simplemente que no interesa. Insultamos a los que no piensan como nosotros, emborronamos la realidad, manipulamos por definición, mentimos con descaro, pero, sobre todo, hemos desarrollado una capacidad única para mirar hacia otro lado. 

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