Hace
frío en la cola del Mercadona. Mucha gente, a un par de metros de distancia los
unos de los otros. Estacas sin primavera. Guantes de colores, ninguna
mascarilla igual. Una chica aparece con su perro, que se dedica a olernos a
todos, va pasando el hocico, rozando cuidadosamente de una pierna a otra; sigue
escrupulosamente el orden de la fila. Es el único sin bozal. Son más de veinte
minutos esperando, los pies se enfrían, y a cada golpe de respiración, el vapor
inunda los cristales de mis gafas, aunque con vapor o sin él, me encuentro ante
el mismo paisaje de ciudad desposeída; veo la misma quietud cansada. Los días
empiezan a pesar. Una pesadumbre aguzada por esta sensación de zozobra que nos
cubre como un manto. La calle está en silencio, la gente calla, saluda con la
mano y mira su móvil. Los árboles, despeinados por el viento, emiten más
sonidos que las personas y los animales, contagiados como están por la inacción
de las personas. Los coches que pasan parecen más cuidadosos, más tímidos. Las
mentes, absortas, están lejos, y las plantas de los pies acarician freno o
acelerador. El cielo luce absolutamente azul, sin fisuras. La calma acolcha;
atonta este compás de espera falto de horizonte.
Una
ambulancia pasa veloz, pero sin el estruendo habitual. Se han llevado a alguien
del bloque de al lado. Seguro que conoceré a la persona, al menos de vista.
¿Cuándo sabré de quién se trataba, o qué fue de ella? Observo cada dos por tres
el contador de muertos en la edición digital de los periódicos. Faltan guantes,
geles desinfectantes y mascarillas para la gente de a pie. Faltan medios, falta
seguridad, faltan cobertura y solvencia. No falla: cuando se hace tanto
hincapié en las actitudes heroicas de unos es porque la carga que llevan es
excesiva y otros se han quedado muy por debajo de lo que cabría esperar de
ellos. La palabra previsión, tan presente en otros momentos, parece haberse
vuelto caduca, incómoda definitivamente. Sin embargo, el sustantivo ligereza
campa a sus anchas, sonriente, invitando a huir de la reflexión, a rascar
apresuradamente la superficie de las cosas en provecho propio, a buscar solo el
efecto inmediato. Una velocidad posmoderna y fotogénica que contrasta ferozmente
con la falta absoluta de reflejos a la hora de tomar decisiones de relieve que
requieren valentía y lucidez.
Siente
uno en los huesos la desprotección de los familiares que están lejos; el peligro
cierto y latente que corren, sobre todo los mayores. Miles de monedas al aire. Me
acuerdo de los fallecidos, ¿qué se les pasaría por la cabeza hace un mes? Los
imagino mirando con distancia y relativa tranquilidad las noticias del
telediario, ya que alguien revestido de autoridad les había asegurado que esa
epidemia apenas iba a dejar rastro en España. Aún con cierta prudencia, a
finales de febrero, todavía se bromeaba a cuenta del virus, y seguíamos los
datos de Italia, lamentando y teorizando sobre su mala suerte mientras íbamos a
los bares y atendíamos en el trabajo sin la más mínima medida de protección.
Ahora pisamos terreno resbaladizo, todo está en el aire, todo ha sido puesto en
cuestión. Y, para terminar de amedrentar y confundir al ciudadano corriente, la
información sesgada y calculada; o ese continuo intercambio de bulos, medias
verdades y acusaciones desde los cuarteles de siempre, esos que hace demasiado
tiempo que viven de adaptar los hechos a la realidad que quieren transmitir ¿Por
qué los españoles nunca parecemos vivir en el mismo mundo?