Tenía su lado estúpido sin duda, eso de ir a una cafetería a escribir; queriendo emular lo que él torpemente entendía por bohemia literaria, y sentirse así habilitado para observar a los demás por una motivación artística. Allí, sentado en una minúscula silla, apoyando su bloc sobre un breve y frío rectángulo de mármol sin siquiera algo escrito por la otra cara. Taza, platillo, cenicero y servilletero bordeaban su cuaderno, rozaban su mano, su bolígrafo solía entrechocar con ellos. De haber tenido algo interesante y perentorio que escribir le hubiese sido prácticamente imposible. Dibujaba casitas y árboles de una austeridad infantil milimétrica, ciñéndose con delectación a la cuadrícula del papel, tan lejos de lo aleatorio. Observaba de cuando en cuando por el ventanal de la cafetería, miraba los coches pasar y ni siquiera se veía con fuerza para inventarles vidas a los ocupantes de los vehículos. Como cualquier persona práctica, dudaba de la importancia real de la estética en estos asuntos, pero empezaba a echar de menos lo que él llamaba la “inspiración de las gabardinas”, los múltiples velos de grises del breve crepúsculo invernal, la amenaza latente de lluvia, el vaho que surge de las respiraciones. La nostalgia era, sin duda, la mejor distancia. Hoy, allí sentado a unas calurosas cinco de la tarde, el tiempo parecía detenido por enfermedad y ahogo; sediento y hundido en el flamear de las superficies asfaltadas. Se le hacía imposible imaginar nada fuera de ese lugar, todo estaba empantanado y ensimismado. Con una breve camiseta clara y unos pantalones cortos poblados de bolsillos, sólo le quedaba rendirse y contemplar cómo ardían los semáforos, y la pintura los iba abandonando. Dentro de la cafetería para qué mirar, vitrinas aletargadas con los dulces restantes, patéticamente asimétricos y separados, servilleteros solitarios, excesivos carteles anunciando helados prefabricados y un surfista sonriendo desde la máquina de tabaco. Televisión encendida, inaudible ante el murmullo incesante de los pocos clientes, todos habituales.
Una chica rubia entra de pronto trayendo tras de sí un insólito aire fresco que a nadie deja indiferente, aunque ninguno de los presentes se sienta demasiado motivado para romper su desgana. Algo nerviosa busca monedas frente a la máquina de tabaco del local, con su surfista iluminado. Conforme las va encontrando las introduce por la ranura, sus dedos rastrean todos los bolsillos. El tiempo apremia y angustiada observa con sus grandes ojos al camarero en busca de auxilio. Éste no se hace eco de su petición y la termina obligando a cambiar un billete, las monedas caen con estruendo. Él escribió:
“Berta decidió abandonar su hogar hacía unas tres horas, justo después de almorzar sola por enésima vez. El calor del verano le angustiaba. Ese día, no sabe bien por qué, su sueño cayó con estruendo. Quedó unos minutos en silencio hasta que se decidió a sacarlo de allí y airearlo. Por eso lleva tres horas conduciendo, para salvar unas ilusiones que respiran con gravedad en el asiento trasero. Que empujan sus lágrimas e inundan su alma de ahogo. Más tarde, ya lejos de toda visión rutinaria, se sintió por fin más ligera. Detuvo el coche y guardo silencio, hasta que notó que su sueño y ella respiraban al unísono, entonces fue el momento de sonreír, tampoco sabía muy bien por qué, y de aspirar profundamente antes de dar un paseo. Entró en una cafetería, necesitaba sentirse acompañada por la gente, formar parte de ella. Observar, escuchar y vagar el tiempo necesario para querer volver…”.
Tenía su parte eminentemente obsesiva y terca esa idea de aprovechar todos los momentos muertos para escribir, porque en realidad el trabajo era doble, ya que había que escribir y esperar a la vez, como en este caso: dentro de un coche esperando a su pareja, allí entre la calina, ante un trozo de calle emborronado por el resol y la suciedad del parabrisas, como dentro de un incesante juego de sofocantes espejos. “El tiempo muerto no es un espacio realmente utilizable, no ofrece las garantías ni el extenso abanico de posibilidades del tiempo libre. Los tiempos muertos casi siempre surgen de forma imprevista y lo impredecible de su duración no estimula para nada la creación literaria. Sobre todo si se parte de cero. Es un tiempo de enlace entre los momentos en los que nos dedicaremos a lamentarnos por no tener tiempo”.
En esta tarde detenida, enredado en sus pensamientos, aún se empecinaba en permanecer dentro del coche mientras éste ardía en constante combustión con el sol que lo envolvía. “Miríadas de partículas de luz se suspenden distraídas sobre el ventanal de la cafetería de enfrente”, volvió a anotar en su pequeño cuaderno, tamaño cuartilla ideal para ser hábilmente transportado en el abrigo, discreto para vivir en la guantera de su coche. Apoyó el antebrazo en la ventanilla bajada y la chapa quemaba. Era inconcebible continuar aparcado ahí, siguiendo los consejos de ella, “espera aquí cariño, es un segundo”, pero ya no merecía la pena cambiar de lugar, bajaría en cualquier momento; además, odiaba aparcar y odiaba los coches. El cuaderno apoyado en el volante, el cuerpo sudoroso echado hacia atrás. “Qué difícil concentrarse en un tiempo muerto”, se dijo mientras observaba a los aburridos y escasos viandantes, al semáforo en rojo que a nadie detenía, o al tipo aburrido desperdiciando su tiempo sin pudor en una cafetería ante un café previsiblemente vacío.
Una chica rubia aparece en escena, su rápido caminar destroza toda la triste armonía del cuadro que se había ido creando. Desde el coche su corazón comenzó a bombear fuerte mientras reiniciaba la escritura, “se detuvo frente a una máquina expendedora de tabaco (tachó expendedora), un modelo antiguo. Buscaba monedas por todos sus bolsillos, se podían adivinar las yemas de sus largos dedos y sus uñas barriendo nerviosas las costuras. Un tipo situado a su espalda la miraba atentamente desde su asiento. Mirada de sapo posada sobre ella, trasladándole un manto de temor, una sombra no exactamente silenciosa, más bien susurrante, indagadora. Sonia llevaba casi una semana huyendo, aunque se encontraba cada vez más inmersa en una encrucijada de ciudades. Todo había empezado a adoptar un aire peligrosamente monótono y cíclico. Todo era igual en todas partes, el principio y el final parecían haberse vuelto uno súbitamente. Estaba lejos y cerca, libre y amenazada. Vivía dentro de un juego de ovillos del que necesitaba salir, tiraba y tiraba y siempre advertía la misma figura a su espalda. Mientras escribía una carta a su mejor y única amiga, el Policía de la Mente la observaba ridículamente disfrazado, ¿qué estaría anotando? Adivinaba sus pensamientos, ella lo sabía, por eso siempre se encontraba al otro lado del ovillo. Sonia miró de pronto hacia un coche aparcado con un hombre dentro, éste rellenaba distraído un crucigrama. Salió y se apoyó en la ardiente ventanilla del conductor, éste se sobresaltó y, aunque su belleza le intrigaba, un cierto temor se cernió sobre él. “Necesito que me hagas un favor”, dijo Sonia. Él se limitó a esperar sin articular palabra. “Necesito que me lleves a un lugar que esté a una hora de aquí, el que prefieras, la única condición es que no me digas en ningún momento dónde estamos. Puedo pagarte”.
Escribir directamente sobre la pantalla del ordenador le solía provocar de vez en cuando alguna grata sorpresa, mientras rellenaba páginas y más páginas con el tamaño dieciséis. Alguna vez había encontrado una frase, una metáfora, una simple expresión digna de permanecer en su archivo. La tarde era fresca en la habitación gracias al aire acondicionado, y la ventana del primer piso ofrecía un paisaje desolador y desértico de ciudad abandonada precipitadamente, o a lo mejor simplemente petrificada. Convertida en piedra por una extraña sacudida climática. Sonrió y puso en negrita esa idea. Siempre que ejecutaba esta operación, en principio tan satisfactoria, le surgía, entre el lánguido paso de los minutos, la agobiante duda de cuántas tardes y cuántas horas serían realmente necesarias para reunir las suficientes frases, expresiones y metáforas con que completar un poemario que a veces tendía a la novela breve, o una novela que parecía querer ser extenso poema. Le ilusionó la idea de ser el único superviviente de una ciudad petrificada, cuya quietud aparecía severamente acentuada por un semáforo en absurdo y constante funcionamiento.
Le embargó la terrible nostalgia de que ya no sonaría más el timbre y, observando el paisaje, tembló al percibir que el principio fundamental de su melancolía (ese inacabable movimiento de toda índole que provocaba que cada atardecer fuese único e irrecuperable), había desaparecido. Siempre estarían ahí para él: el individuo que, bolígrafo en mano, quedó mirando por la ventana de la cafetería; o el tipo que invariablemente ocupará el asiento del conductor de su vehículo; o el camarero, eternamente a la escucha de palabras que siempre estarán a mitad de camino, encajonadas en un aire caliginoso. Palabras procedentes sin duda, de alguien situado a un metro del mostrador, pendiente de dar un paso durante toda la eternidad.
Turbado y emocionado pinchó la tecla de negrita para dejar constancia del cúmulo de sensaciones que de seguro le producirán la visión del último movimiento de los pájaros sobre cualquier tejado; su postrero batir de alas en un aire envuelto por la calígine y presidido por una triste aunque presente esfera de luz lejana, sorprendida también por la quietud en plena expresión de su luz y calor; la última caricia del viento sobre la ropa tendida; el último temblor de las cortinas; de las hojas o de las flores ya estáticas. Se estremeció en su asiento giratorio ante la certidumbre de encontrarse ante el mejor poema apocalíptico, la más sublime y a la vez perversa manera de relatar, por fin, la belleza. Una belleza ausente de movimiento.
Así hasta la llegada de ella, una chica rubia surge en dirección suya. Es portadora de una vitalidad inconmensurable. Sus prisas y su altivez devuelven el sonido a la calle, hasta ese instante ahogado por el peso de la reflexión y la evocación. Aturdido, no reaccionó hasta que sus miradas se cruzaron fugazmente. Fue entonces cuando comprendió que acababa de aparecer la compañera que secretamente anhelaba. Volvió a pulsar la tecla de negrita y se lanzó a recibirla con todos los honores. “La aparición de Beatriz supuso una sorpresa inimaginable, aunque quizá la única sorpresa posible en este mundo. Pero en cuanto nuestras miradas se cruzaron supe que ella venía de la otra mitad del mundo, que su misión era relatarme todo lo que yo no llegaría a ver, y que yo debía hacer lo mismo con ella. Valoraremos justamente la belleza, comparando el ulterior aliento de las cosas con lo que fueron, su quietud con su movimiento, colorearemos su perpetuo presente con su pasado”.
“La ciudad pierde el norte en agosto, dos puntos”. Tras atravesar varias calles solitarias sin atisbo de paseo, le volvió la costumbre de fabular mentalmente, tomar notas sin escribir, deambular gozosamente sobre una idea huidiza pero exuberante desde su alumbramiento. Componía, dentro de cierto caos, ajustados retratos, asertos en forma de epigramas, aforismos o greguerías. Necesitaba crear, y para ello andar, casi vivir andando. Pero la mayoría de las visiones, ideas o conclusiones que bullían en su cerebro se perdían en el camino de vuelta. La ida era un esplendoroso surtidor, el regreso un frágil y destartalado contenedor. Cuando miraba frente a frente al ordenador prácticamente no tenía nada que ofrecerle.
Antes de bajar a comprar tabaco dejó un título en la pantalla: “Te añoro”. Conforme bajaba las escaleras le fue pareciendo demasiado directo. Al verse obligada a abandonar la manzana de su apartamento se le antojó que limitaba su discurso. Sí, llamaba a confusión.
Caminaba dando grandes zancadas, disfrutaba la sensación de huida a la vez que la consumía. Era eso, el placer de salir de un sitio porque se llegaba a otro, el sentido de llegada más que el de partida. Suspiró al encontrar la cafetería, el calor era insoportable. Antes de entrar pensó que debía preparar las monedas, al tiempo que un individuo la miraba desde una ventana, lo supo evocando. Y lo quiso así. Una vez dentro trató de desprenderse de todo el suelto, se sintió observada por alguien sentado a su espalda, lo supo evocando. No eran suficientes monedas, corrió hacia la barra para pedir la moneda que le faltaba, pero las monedas cayeron, y finalmente tuvo que cambiar un billete. Mientras esperaba el cambio vio a un hombre tomando notas en un coche, estaría trabajando, pero ella lo quiso evocando.
Cuando la máquina lanzó el paquete, éste le pareció un enviado que acababa de realizar un largo viaje hacia ella desde Dios sabe dónde, sería impresionante que el paquete de tabaco pudiese contar la peripecia de su viaje. Ese pensamiento en contra de lo habitual no la impulsó a caminar, sino que la sentó en un taburete. El frescor de la estancia la animó a disfrutar su llegada. Pidió un café solo con hielo y quiso volver a valorar su cuadro. Encendiendo un cigarrillo fabuló que Ricardo escribía una carta, que ella casi podía leer, en la que singularizaba erróneamente su añoranza encerrándose en sí mismo; que Roberto apuraba su trabajo de la tarde en su coche: era representante de productos relacionados con el automóvil; y que Marcos repasaba con resignación un desgastado temario. Sonrió para sí y pidió bolígrafo y papel al camarero. Entonces bosquejó con fluidez y tino cómo un paquete de tabaco le relató a Ricardo el verdadero sentido del principio y del final, haciéndole partícipe de su historia, de su nacimiento y crecimiento; su manufactura, almacenado, transporte, fabricación y embalaje; su llegada a una máquina expendedora. Ricardo comprendió así el paso de la felicidad al dolor, el sentimiento de pérdida, frustración y soledad común a todos los seres; y de la imposibilidad del paquete nació la conciencia de su posibilidad de hacer el camino de vuelta. De pronto se sintió parte del mundo y no pudo reprimir una sonrisa; y experimentó que su añoranza se dividía en mil, multiplicando por esa cifra sus posibilidades de vivir.
Disfrutando del frío café miró de pronto hacia Roberto, la popularidad de sus productos había crecido considerablemente desde que, inopinadamente, empezó a contarles a sus clientes todos los minutos de vida de cada uno de ellos. Sus reuniones de ventas se convirtieron en actos públicos en cada zona que visitaba. Convirtió en leyenda la vida de los neumáticos, del caucho, de la pintura, del hierro, de los olores y los colores, de los carburantes y del fuego.
Resoplando en su taburete encendió otro cigarrillo y escribió más o menos cómo Marcos huyó del temario llegando al pasado de éste, novelando durante largas y provechosas tardes el devenir del papel en el mundo, de la tinta y la imprenta. Hasta acabar convirtiendo en quimera todos los signos y todas las letras.
Y así fue como todo se tornó meridianamente claro, la vida se hizo nítida y rectilínea, con principios que buscaban finales, y actos que reclamaban consecuencias. Mientras todas las piezas suspiraban por encajar, las respuestas solicitaban preguntas, y los sucesos no paraban de requerir atentos oídos. Como todo se contaba, todo se escribía; y todo estaba ahí para vivirlo o revivirlo. Sin atisbo de añoranza.
2 comentarios :
A pesar de que lleva un tiempo de silencio reptiliano siempre me ha gustado leerle y creo que eso se merece un premio al blog solidario... así que si quiere recogerlo pasese por mi blog
Enhorabuena!
Gracias por pasarte por aquí, y permitirme de paso conocer tu blog. Actualmente, por cambio de residencia por motivos laborales, no tengo conexión a internet, pero ya voy preparando cosas para volver con fuerza en cuanto sea posible. Un abrazo.
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