01 agosto 2007

"CÍRCULOS CONCÉNTRICOS"

“Lo necesito sin pérdida de tiempo”, la voz que crepita sin demasiada brusquedad al otro lado del hilo telefónico no me supone ningún agobio, antes un impulso. El milagroso soplo eléctrico que me coloca a lomos de los minutos para acompañarles codo con codo en su implacable recorrido. Es cuando los cigarros se consumen según mi endiablado ritmo, midiendo la intensidad de mi vida; y mi cuerpo se transparenta, al tiempo que mis oscuridades acaban siendo vertidas por la inercia, diluyéndose frente a un sol de tiempo rebelde al que domesticar para ser totalmente aprovechado. Quedan atrás porque yo estoy delante.
Salgo a la calle valorando las posibilidades reales de cumplir el encargo. Algo excitado, arranco mi coche mientras establezco una rápida comparativa espacio-temporal en la que cada semáforo será crucial y donde todos los segundos tienen un significado.
Una vez en camino, te pensé de pronto, claro. Aun sabiendo que cada pensamiento es un borrón en el tiempo: mientras piensas, el tiempo invertido desaparece para siempre sin ser recorrido. Te pensé y me perdí tanto la salida del aparcamiento como el trayecto por las calles aledañas a mi trabajo. Recordé, interponiendo algo de falsa distancia, los días en que cada gota que caía del grifo marcaba mi tiempo en su inquietante momento congelado en el vacío. Si cerraba el grifo no pasaba nada, el tiempo continuaba goteando en forma de expectativas perdidas, o al menos renuentes a la hora de cumplirse. Como el habla o la escritura en momentos de quietud, otra forma inexorable de marcar el tiempo que huye disfrazado de placidez. Las palabras quedan para siempre pendiendo del segundo concreto que vivieron, allá, en un lugar que acaso nos espere.
Tu partida dejó el paisaje plomizo, originó un estado de petrificación sólo alterado por el tictac de una cuenta atrás hacia ninguna parte. La soledad alimentada por la inconmensurable espera de algo que ya sucedió. Y ya es pasado.
Tus pasos se llevaron sagazmente segundos pisados, fijados en la acera con golpe seco de bota. Un tiempo que voló definitivamente enredado en las ruedas de tu coche, aplastando los minutos al ritmo de tu cuentakilómetros digital. Quise pensar eso, recuerdo ahora que mis ojos observan el mío, calcular tu lejanía como una manera de sentirte cerca, posible. Pero lo cierto es que desapareciste para siempre, te fundiste con el lejano río del tiempo de los otros y fuiste hacia otra dimensión en la que tú marcarías el tuyo, que de seguro pasó a muy distinta velocidad que el mío.
El tiempo que ahora vuela por la autovía que atravieso como una entraña de aire liberador, aquel que se fue deteniendo como una pelota abandonada para mi desgracia, porque desde entonces su transcurrir se manifestó a través de los lentos, carnosos latidos de mi corazón. El tiempo parecía desprenderse desde mí con desgana, proyectándose de mi soledad hacia el exterior, formando ondas que lentamente se producían y desvanecían en un correlato incesante. Así pues, quedé, hasta cierto día encerrado en un círculo que se mantenía firme, alimentándose de segundos.
¿De qué se alimentarán las otras figuras geométricas con que me cruzo por la calle?, me pregunto qué mantendrá firme la infranqueable seguridad del rectángulo, la armónica presencia del cuadrado; o la estúpida simpatía de los triángulos y trapecios. Mi soledad era un campo magnético circular donde flota la exasperación del paso del tiempo cuando se es infeliz. Ignoro qué habrá dentro de aquellas otras figuras que intuyo de espacios vitales delineados con pulso firme, sin atisbo de temblor. Con un trazo seco que no parece estarse alimentado continuamente de segundos, sino de vivencias y férreos principios, de magnitudes temporales claramente diferenciadas. Figuras rectilíneas que siempre acaban encajando las unas con las otras.
Un nuevo semáforo recién puesto en rojo conspira para retrotraerme de nuevo a hace cinco años, aquellos que se volvieron paradójicamente un soplo. Los recuerdos de tono gris acaban por esconderse, sin ni siquiera servir para marcar etapas temporales. 1.995-2.000, sólo eso. De ahí partió mi gran sorpresa al conocer a la hija de mis vecinos, Enma, tenía cinco años, 1.995-2.000. Se me antojó inverosímil que durante ese páramo temporal del que apenas conservaba imágenes sin voz, se hubiera desarrollado toda la vida de esa niña que a veces observaba subir la escalera a la pata coja. Me pareció increíble, una evidencia por momentos desmesurada. Me sentí, como se puede entender, estúpido y desgraciado. Pero también pensé que aquella era una de las cosas más bonitas que propiciaba el tiempo, sino la única: la configuración de una persona.
Un día, agazapado dentro de mi círculo, observé a los niños pequeños jugar en la calle, un sentimiento zozobrante y agridulce se instaló en mi garganta al verlos, pero acabé sintiéndome pleno al espiar aquellos espacios de tiempo materializados y reunidos aquella tarde para mí. Una galería de edades que cuando me miraban me trasladaban un escueto resumen de sus días que se iban engastando en los míos. Su tiempo se superpuso en el mío coloreándolo. Los dos años de uno, el año escaso de otro, los quizá tres del de más allá, de nuevo los cinco de Enma… Días cargados de sentido, aprovechados totalmente por la naturaleza. Una estrategia espacio-temporal tan perfecta como equilibrada. El latir de un tiempo que no parece abandonarles, sino quedarse para siempre en ellos, apuntalando la firmeza de sus huesos, alimentando la lozanía de sus órganos y miembros, determinando el desarrollo de su percepción, alentando la ilusión de que nunca se romperán. Un tiempo que ahora llegaba hasta mí resumido para aliviar una cantidad equivalente de mi pasado: gris, desordenado y, sobre todo, perdido. Ahora, estando a punto de salvar la conjura de semáforos y caravanas, observo mi destino a golpe de vista. Soy un círculo al que cierto bienestar le está modelando el nacimiento de vértices, a los que, un día u otro, una recta habrá de unir invariablemente. Pronto seré una figura geométrica que llega siempre a tiempo; firme y rectilínea al cabalgar segura y tonante sobre un montón de minutos huidizos, saltando de uno a otro sin caerse. Encajando fuera mientras noto cómo diversas y casi desaparecidas partes de mi interior se desperezan y encuentran a su vez, conformándome, sosteniéndome y asegurándome al terreno. Alentando la ilusión de que me he rehecho.

1 comentario :

Anónimo dijo...

Algo así.