Los debates electorales, y cuanto a más alto
nivel peor, suelen ser charlas de vendedores que se pegan delante de todo el mundo
mientras repasan mentalmente lo que tienen que decir en el siguiente bloque. El
de anoche fue de esos, claro, y contó con el acicate de la agilidad que
marcaban los moderadores y de sus toques de espuela, a base de preguntas incisivas
que hacían dar saltitos a los tres candidatos, y sobre todo a la no candidata.
Todo lo que no sean debates por bloques, en los que no sea determinante si
miras o no el reloj, me parece un insulto a estas alturas y en la situación en
la que estamos. Las personas que he conocido a lo largo de mi vida que hacían
las cosas bien, o que al menos lo intentaban de corazón, eran ante todo
discretas, poco amigas del primer plano o del ataque gratuito o interesado. Soy
de los que piensan que necesitamos sangre nueva (no necesariamente joven) y,
sobre todo, sangre sería y responsable. Gente pudorosa.
Lo de anoche, con sus ridículos
grupos de seguidores en las gradas y su despliegue a lo Gran Hermano, sólo
exento de confeti, no aportó nada nuevo a nadie que haya seguido mínimamente
esta larguísima campaña de un año casi exacto de duración. Fue lo de siempre: poner
a prueba al vendedor de cara al público, ahora sin atril y sin aparatos. Un
examen oral bajo los focos de la capacidad para aprenderse la lección, para salir del paso o de improvisar un dato o una maldad que arranque vítores a los
tertulianos y a los articulistas de pluma tan afilada como automática. Este
debate tenía ese punto de estrategia deportiva que alborota a los del mundillo
(prensa, afiliados, seguidores…), sube audiencias, rellena páginas en los
periódicos y deja a la gente que aún tiene preguntas en la cabeza esperando más,
bastante más. Los candidatos debían
salir a vender, pero también a no perder lo que ya tenían. Defensa y ataque.
Amago y cintura. Arenas movedizas en las que Rajoy se hundiría en el primer minuto, antes incluso de subirse las
gafas, parpadear desordenadamente, retorcerse las manos o apelar al sentido
común con la lengua seca. Creo que ausentarse ha sido lo mejor para sus intereses personales. Lo
imagino partiéndose de risa con los montajes que sobre el tema circulan por la
red.
No sé qué pensó el presidente del
Gobierno mientras veía el debate, sí creo que Pedro Sánchez en algún momento echó de menos estar allí, junto a
Mariano, al lado de la chimenea, haciendo chistes sobre Pablo y Albert. Pienso
que Pedro perdió, parecía trasplantado, fuera de sitio. Le viene mejor tener
delante un atril, desde luego. Sólo el fuerte ascendiente que el PSOE todavía conserva sobre una
parte importante de la sociedad lo sostuvo y lo sostiene (por eso se limitó a
aprovechar los minutos en que pudiese dirigirse directamente al
telespectador; por eso ha decidido anotar en el haber de su partido todos los
logros de nuestra democracia). Si hubiese sido representante de alguna otra opción emergente se hubiera diluido como un cubito de hielo, sin más. Sáenz de Santamaría no tumbó a nadie,
pero salió viva; era lo que había planeado Rajoy, sabe que los rivales la
respetan y que el ataque directo, personal, es siempre menos efectivo si no se ven el primer plano y la actitud de quien ha de encajar los golpes. No creo que Albert Rivera sea ese Robocop capitalista fabricado en secreto
por el Ibex 35 que nos quieren colocar, pero sin duda es el más vendedor de los
cuatro. De ahí esa campaña de crowdfunding
que acaba de lanzar, que me
empujó a mirar el calendario con la esperanza de que fuese 28 de diciembre. Se
trata de algo que sólo es capaz de idear alguien que confíe ciegamente en el
mercado y sus técnicas. Aún así parece vivo, se muestra seguro de su propuesta, tenaz. Son cualidades que comparten, para
bien o para mal los líderes de Ciudadanos y Podemos. Ambos saben que llevan su
apuesta política sobre los hombros. No han crecido en el aparato de un gran
partido, no arrastran ese lastre de lealtades, deudas pendientes, fuego amigo
agazapado y componendas; no tienen esos tics mecánicos de los otros candidatos,
son más joviales, quizá más irreflexivos o incluso imprevisibles, pero más
reales. Albert, constreñido por el vértigo del triunfo posible, creo que ha
desperdiciado la gran oportunidad de dar el salto, pero no pienso que haya
perdido apoyos. Pablo Iglesias
estuvo bien, con su calma, sus pullitas y sus arranques de demagogia bien
acompasada. Estuvo tranquilo, pelín crecidito en sus llamadas a la calma y algo
pasado de tergiversadoras vueltas
teóricas, sobre todo cuando dijo no sé qué de los andaluces manifestándose para
pertenecer a España. Contentó a su parroquia, y cada vez que miraba dulcemente
a Pedro le arrebataba un par de miles de votos. Creo que los votantes del PSOE
que no veían con malos ojos a Podemos anoche se fueron mayoritariamente con
Pablo, y que Pedro perdió a casi todos los indecisos que pretendía recuperar. Por
último, Alberto Garzón, con su
discurso llano, documentado y didáctico, hubiese pescado en el mar de mohines y
comentarios sotto voce de Pedro
Sánchez, y hubiera determinado muchísimo el efecto del despliegue argumental de
Pablo Iglesias, quizá el más beneficiado por su ausencia.
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