Las personas lúcidas tienen una
visión privilegiada de lo que les rodea; una panorámica a la que no se le
escapa un detalle. Saben interpretar los mensajes, leen entre líneas, ven las
cosas venir y corren a avisar desde su teclado. Tienen en su poder las recetas
para arreglarlo todo de un plumazo, se pasan la vida argumentando su odio y
están en condiciones de decirle a todo el mundo cómo debería pensar y actuar. Gozan
de esa capacidad. Ellas no se dejan manipular por ningún tipo de organización
internacional sospechosa, ni por los tertulianos de la acera de frente; y mucho
menos por los adversarios, perdón enemigos, políticos. Las personas lúcidas son
absolutamente democráticas, incluso aceptan el sufragio universal, aunque con matices,
que prefieren atesorar en su muy cultivado interior. Realmente les chirría que
ciertos sectores de población puedan votar, pero lo asumen elegantemente, cosa
por la que piensan que el resto debe estarles eternamente agradecido. Las
personas lúcidas miran de reojo el periódico que lee el vecino.
Desgraciadamente, acostumbran a estar rodeadas en su vida diaria de cierta
vulgaridad y previsibilidad; de personas bobas o malintencionadas, salvo cuando
se reúnen, por fin, con otras personas lúcidas que piensan exactamente lo mismo
que ellas respecto de los temas que importan. Las personas lúcidas tienen una
andar particular, sosegado, a pesar de que la claridad de sus visiones a veces
les empuja hacia la procacidad. Aunque no se les note, llevan su país en la
cabeza, y miran con indulgencia a los otros, que sólo tienen cosas mundanas e
ideas intoxicadas sobre los hombros. Las personas lúcidas captan a la primera
las sagaces revelaciones de sus columnistas favoritos, con los que les une un
hilo invisible de complicidad que les faculta a resumir su palabra para ser sus
sagaces portavoces durante todo el día. Su extraordinaria agudeza les permite
juzgar abiertamente los oscuros motivos que llevan a toda ese gente aborregada
a votar a sus adversarios, perdón enemigos, políticos. Viven en un país que no
les merece, y se lamentan abiertamente por ello. Cuando conocen a alguien de
verdad inteligente, son lo suficientemente generosos como para reconocerle el
mérito, no sin antes efectuar alguna mínima comprobación de pureza ideológica.
Si se encontrasen alguna vez en el bar con un premio Nobel de medicina, no
dudarían en apretarle paternalmente el hombro y animarle a seguir por ese camino. Si el
premio es de economía, se verían obligados a buscar antes de pronunciarse
algunos datos en Google.
Yo las observo desde siempre con
verdadera admiración. Las veo asentir con una media sonrisa condescendiente,
enarcar las cejas fingiendo sorpresa, volver levemente la cara, expulsar
suavemente el aire por la nariz, bisbisear, apretar la boca o fruncir el ceño.
Sostener con firmeza y salero su látigo invisible. Las personas lúcidas
conceden la oportunidad de gobernar de manera escrupulosamente democrática a
sus elegidos, y asumen como una catástrofe inminente, siempre inminente, la
llegada al poder de sus adversarios, perdón enemigos. Ellas, generalmente, se
ponen muy serias y dicen creer que el resentimiento, la venganza, y la
violencia no conducen a nada, pero llegado el momento saben lanzar con fuerza el
adjetivo “demagogo” desde la barrera. Sé que las personas lúcidas a veces os
sentís solas, pero no lo estáis. Sólo en España sois casi cuarenta millones.
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