14 abril 2020

ESPACIOS EN BLANCO (HISTORIAS DEL ESTADO DE ALARMA VI)

El gato del balcón que tengo justo enfrente es de color marrón claro, enorme. Es un gato hastiado, bostezante; asomado casi siempre a la misma ventana, con la mirada de un personaje de Juanjo Guarnido. A veces recorre a su dueña de hombro a hombro cuando está sentada, lentamente. Una y otra vez. El cuerpo de ella cede ante su peso. Creo que así nos sentimos todos en algún momento durante cada día de este confinamiento, aunque no tengamos mascota. Ya lo dijo el poema: “El tiempo es el gato más silencioso que conozco”.

Se fue la luz y borró todo lo que había escrito. Saltó el diferencial. “I found that essence rare” de Gang of Four se cortó bruscamente. La oscuridad, unida al silencio total y al encierro, transmite un miedo nuevo, paralizante. Un precipicio de negritud sin referencias ni asidero alguno. Una sensación absoluta de desconexión.

Tranquilos, la economía puede volver a crecer tan torcida como siempre. Que se lo pregunten a esa madre que recorre farmacias para comprar a precios desorbitados las mascarillas y guantes que le niegan a su hija en su puesto de trabajo; al que no ha faltado en ningún momento por ser catalogado como esencial.

El merodeador va por la acera escudriñando cautelosamente el interior de los coches con la esperanza desvaída de encontrar algún olvido suculento de última hora. Su mascarilla blanca le tapa casi toda la cara, lo emboza. Parece de calidad, buena merca adquirida a través de contactos inaccesibles para mí que envidio en la distancia. Pienso, por un momento, que deberían haberlo incorporado a la delegación del Gobierno que compró el material a China, quizá nos hubiese ido mejor. Está, inquieto e impaciente, ante un festín insípido de vehículos polvorientos que parecen petrificados, que no ofrecen nada relevante. Se detiene ante uno ya desvalijado, con la ventanilla rota del conductor cubierta cuidadosamente de plástico negro, imagino que por su resignado dueño. Valora el trabajo y, de pronto, hace trizas su actitud cautelosa lanzando una de las piedras que lleva apretadas en la mano contra la ventanilla de una furgoneta que ni se entera. Pedradas rabiosas contra la mala suerte, aunque una fuerza magnética negativa parece haber succionado su determinación. Ante el ruido, la gente aparece a la vez en los balcones con toda su explosión de furor y color.

Comienza a llover, la calle está más lejos ahora. El detective ha perdido momentáneamente de vista al merodeador con los prismáticos. Él también está impresionado por la calidad de su mascarilla, algo ennegrecida, todo sea dicho. Piensa que es una FFP2 con válvula de exhalación, una pasada. Recuerda, con cierta nostalgia, las conversaciones sobre mascarillas que solía mantener a finales de febrero con su cuñado. Sin embargo, su imaginación no hace más que mostrarle la imagen de una persona que yace en algún callejón golpeada por alguien que le ha robado cartera, reloj y mascarilla.

La lluvia arrecia y las gotas empiezan a colarse por el cristal roto del coche violentado. El merodeador contempla la lluvia refugiado en un portal. Ve líneas blancas precipitándose enfurecidas, rectas o diagonales, sobre una calle igual de vacía que antes. “Es la lluvia más limpia que ha caído en años”, se dice.

Los prismáticos del detective encuentran a alguien que camina a los lejos, bajo la lluvia. Arrastra una gran maleta rosa de ruedas. Parece una chica. Deduce que es una investigadora que vuelve de participar en un congreso en un país extranjero y que, a pesar de las noticias, no se imagina llegar y encontrarse Granada completamente desierta. Su calle vacía, salvo por la presencia de un delincuente oculto en un portal que la saluda al verla pasar. Ella ni siquiera lleva mascarilla, y envidia secretamente la de ese hombre que parece sonreírle.  Al detective le tiembla la voz de emoción en momentos así, incluso cuando habla consigo mismo.


Anochece entre manos diligentes que ordenan y limpian; niños de colorean; voces que cotorrean, susurran, cantan o discuten; risas ahogadas. Trasiego de platos y de dedos sobre mandos a distancia y teclados. Móviles encendidos en aquella penumbra nocturna que antaño solo iluminaba la televisión. El orden de la cocina marca el de las cabezas. Recetas impresas pegadas en la pared de azulejos. Peleas y reproches por el agua caliente de la ducha tras la sesión de pilates en línea. Hay algo frenético dentro de la aparente quietud. Todos rellenando espacios en blanco.

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