20 septiembre 2010
EL CONCESIONARIO
El polígono estaba irregularmente rodeado de tela metálica, dejando esa sensación tan habitual de eterna provisionalidad. A los pies del vallado crecían matorrales de apariencia ferruginosa, moteando tristemente un camino de tierra y polvo salpicado de excrementos de animales y abandonos varios. Tras esa frontera, a unos doscientos metros, se erigía el concesionario: aluminio, publicidad, coches y cristaleras. Dentro, alejado de todo polvo y calor, el Delegado pasaba el pulgar por la barbilla con desgana, mientras observaba el deportivo gris brillante de trescientos y pico caballos que le presentaban. Todos los ojos estaban puestos en la escena, siguiendo al apurado vendedor cuando levantaba y mostraba con una sonrisa el maletero, advirtiendo que su escasez de espacio respondía a que se trataba de un coche todo menos familiar (un guiño saltó de su cara); cuando abría las puertas de par en par, daba un leve puntapié a los neumáticos o pasaba la palma de una mano extrañamente acariciadora por la piel del asiento, el volante o el salpicadero. El Delegado paseaba distraído en derredor del auto cuando le sobrevino a la mente, casi provocando una sonrisa, el recuerdo de sus alocados viajes en los coches de choque de su niñez. El sonido de la apertura automática del inacabable capó gris brillante le devolvió a la realidad, si es que aquel limbo se podía denominar así. El vendedor hizo un comentario elogioso de la fortaleza del coche mientras golpeaba con los nudillos la barra de hierro protectora del motor. Poco a poco, los demás empleados y algún cliente se unieron sigilosamente a la reunión repitiendo el ritual de golpear aquella superficie de hierro mientras asentían con la cabeza, murmurando para sí palabras tan ininteligibles como previsibles y convenientes. Estaban llamando a las puertas de su cielo.