Aún recuerdo los años diez, cuando se aniquiló el Estado del Bienestar, qué tiempos. La mayoría lo sentimos mucho, pero aceptamos que aquello era insostenible; algunos incluso lo celebraron como el fin de una lacra, la propulsión inmediata de la economía, estimulada por la necesidad perentoria o la zozobra. El liberalismo quitó la red de un manotazo y la casa cambió de dueño una vez más: cambiaron hasta las cerraduras. Gran parte de la población quedó fuera, sujeta a los barrotes, esperando entrar, y la que estaba dentro miraba la calle valorando lo fácil que era salir. Los mejor situados finalmente nos salvamos: partidos, sindicatos, asociaciones; la gente con contactos, ya sabes. Fundamentalmente se jodieron los de siempre, los anónimos, los que no se enteran, los que hacen cursos, colas y preguntan obviedades. Posteriormente volvieron las ayudas, claro, haciendo bien a mucha gente. La situación era complicada y todos acordamos solidarizarnos, firmar manifiestos, ocupar las calles algún domingo. Pero nada volvió a ser igual. Uno escribió algo sobre que El Estado del Bienestar había sido un deslumbrante edificio construido por la sociedad, que toda ella debía cuidar aportando y utilizando con responsabilidad los recursos públicos. Un paso definitivo en su evolución mediante el que la riqueza común se consagraba al bien común, lejos de migajas coyunturales. Todo pasado, qué tiempos.
Publicado en el nº115 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado al Estado del Bienestar.
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