El solitario camarero, que estira
su vida laboral y esta noche su turno, en espera de su tardón compañero de
profesión y precariedades, suspira inexpresivo mientras la gente aparece en la
coqueta colina reconvertida en terraza-restaurante como si fuesen invitados a
un convite, o público de un programa de televisión, o un grupo de senadores de
provincias que comienzan a acariciar las ubres aún frías del poder mientras
vigilan de reojo el atuendo del vecino. Todos permanecen durante algunos segundos
de pie carraspeando, eligiendo mesa y hurtando sillas con sigilo, para
finalmente sentarse y encajar carritos cuyas ruedas arrastran briznas de
hierba.
Mientras los niños se arremolinan
aún tímidos junto a la fuente para jugar, una madre le señala a otra que lo
importante de un colegio es la “población”, el tipo de niños que componen el
alumnado. Lo demás son zarandajas. Su insistencia mezclada con humo de tabaco
salpica a las mesas vecinas que rodean la iluminada fuente en la noche de un
verano que muere entre la brisa. La publicidad de la terraza del restaurante
promete unas vistas nocturnas espectaculares del puerto pesquero. Y parece
sorprendentemente cierto: las luces de los navíos y las grúas rocían la
oscuridad, ofreciendo una sensación de fragor silencioso perfectamente
estructurado. De estrellas parpadeantes de colores que bajan a jugar con el mar
y se mueven rítmicamente. Ese dinámico ir y venir de puntos de luz, según
teoría del veterano camarero, estimula el ritmo de los comensales, su maravillosa
circunspección de boca llena; el armónico entrechocar de platos y cubiertos que
le otorga unos amarillentos minutos de paz y cigarro.
Las mesas, cubiertas con manteles
de tela de un blanco impoluto que se mecen levemente con el viento, están reservadas
solo para almuerzos y cenas, por lo que el camarero se acerca de vez en cuando
discretamente a la que ocupan las dos madres parlanchinas libretita en mano, a
lo que ellas responden implorantes uniendo las palmas de las manos y pidiendo
unos minutos por favor, disculpe. Ofreciendo sonrisas cargadas de humo y algo
de metralla. Un par de matrimonios colocados cerca del pretil de la pequeña
colina se quejan airadamente y con basta mordacidad de unas ramas de pino que dificultan
su disfrute panorámico. El camarero se acerca presto, enseñando la punta de una
lengua que reafirma carácter y promete determinación y las aparta no sin
esfuerzo. Sudoroso, se encorva empujando y recogiendo las ramas y una pequeña
cruz dorada que cuelga de su cuello se mece entre las luces del puerto. Casi
sin aliento, se incorpora como si de pronto estuviese en el centro de un
escenario, disculpándose y apuntando con resignación que el árbol en cuestión
está protegido y no se pueden cortar las ramas. Uno de los hombres de la reunión,
atravesando el aire con su mano derecha, dice que lo mejor es un tajo bien dado
y a otra cosa. Se habla entonces de multas, de gente que lo pasa mal, de
asesinos puestos en libertad y de dinero público robado que jamás se devuelve. Llénanos
anda. El camarero se retira con rapidez incubando un nuevo rencor, esta vez
hacia la naturaleza.
La iluminación casi no permite
leer, así que hay que intuir una carta por fortuna previsible. Mientras lo
grillos ensayan, el aún excesivo silencio presiona y cava un vacío hasta que
comienza a sonar por unos altavoces camuflados otra despersonalizada versión de
un tema de Antonio Vega. Algunas cabezas se mueven.
Cada velador, cuando se llena de
fatigosa humanidad, está al borde de algo y hace flotar una historia distinta.
Imaginaciones que se disparan volando mucho más allá de la feria portuaria.
Esperanzas frescas como lechugas. Amor que salta bajo la mesa. Sentimientos de
culpa en espiral. Soledades a dos que hielan mientras se panea la cena. Rutina
en la base del estómago aliviada con comida que cae. Envidias que han corroído
el cerebro y ahora corren en pos del corazón. Deseos adormecidos de olor
ferruginoso.
Los niños se dejan arrastrar
gozosos por una imaginación milagrosamente compartible. Juegan, corretean riendo
sin aparente sentido, se persiguen, se atrapan, se sueltan y vuelta a empezar.
Callan, se apoyan en la fuente, ríen y otra vez a correr. Lanzan piedrecitas al
lago de dos dedos de agua. Cuando se pasa junto a la fuente el olor a campo es
sustituido por el del yeso, por el de obra inacabada.
La madre obsesionada con “la
población”, que se presenta como maestra, conmina a los pequeños a cantar
juntos una canción mientras tocan las palmas. El experimento es un éxito y
todos los padres se unen con desigual entusiasmo a la simpática algarabía de
niños que pronto se dormirán entre dos sillas si no tienen la suerte de
disponer de carro. Todos se congratulan de las buenas migas que han hecho sus
hijos, se presentan, conversan y casi brindan. La maestra protagonista toca las
palmas con fuerza y pide al camarero un vaso de agua para cada niño, que se lo
han ganado.
Este aparece en escena mientras
mira de reojo a la pareja de madres animadoras que se han librado de pedir la
cena. Lleva sobre los dedos temblorosos una añosa bandeja repleta de bebidas y
vasos de agua. Al proceder al reparto es asaeteado con preguntas, peticiones e instrucciones
para calentar biberones y potitos. Antes de abandonar ese decorado de felicidad
y sincera avenencia campestre de ropa clara y piel bronceada, reparte con
sonrisa de doble fondo caramelos entre la mitad exacta de los niños y
desaparece.
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