19 septiembre 2014

JUAN (CUENTO INFANTIL)

“Juan es un niño imaginativo, muy observador, con tendencia a la fantasía. Aunque también sabe ser aplicado y despierto para sus quehaceres escolares, cuando se lo propone”. Eso, al menos, fue lo que la maestra explicó a sus progenitores en una de las reuniones de tutoría que mantenía regularmente con los padres de sus alumnos.

Sus padres hablaron del tema durante la cena. Se refirieron a su asombrosa imaginación, que tanto sorprendía y divertía a cuantos lo conocían; pero parecían preocupados por la falta de atención y la lentitud al realizar sus tareas que Doña Rosa, la maestra, había señalado como principal defecto a corregir.

Juan escuchaba los consejos y advertencias paternos mientras notaba su cabeza ocupada por unos amigos que casi siempre hablaban a la vez. Unos amigos cuyos nombres los mayores no paraban de repetir: ATENCIÓN, TRABAJO, OBSERVACIÓN e IMAGINACIÓN. Así pensó, al tiempo que se comía un yogur, la historia de los amigos que se interrumpían unos a otros cuando hablaban, como sus compañeros en el patio, o sus papás y sus tíos cuando había reunión familiar. Le pasaba casi siempre mientras coloreaba fichas o hacía un dibujo en el cole. Cuando Atención se concentraba o Trabajo se esmeraba, muchas veces aparecía de buenas a primeras Observación para hacer que se fijara en otra cosa y, para colmo, algunas mañanas venía acompañada de Imaginación, que rápidamente se dedicaba a inventar una historia de lo más interesante. “Uf, va a hacer falta que estos buenos amiguitos se pongan de acuerdo”, reflexionó.

Unos pocos días después fue con sus padres al Centro Comercial y, nada más entrar, pegó su nariz al escaparate de la tienda de animales. Además de insistir así en su deseo de tener una mascota (deseo que siempre le negaban en casa), le gustaba mirarlos en sus jaulas, verlos comer, rascarse o ir de un lado para otro. Imaginaba cómo se relacionaban entre ellos y, cuando alzaban la voz, pensaba que se dirigían a él y trataba de adivinar las cosas que le decían. Su madre le advirtió, como siempre que iban a algún sitio concurrido: “Juan, hijo, no te despistes, que te puedes perder”. Antes de separar su nariz del escaparate echó un último vistazo a la gran pecera, allí muchos peces de vivos colores nadaban en fila, pero siempre había uno, el más pequeño, que iba a la zaga; parecía que le costaba bastante seguir el ritmo que marcaban los demás.

De esta forma, se puso a pensar la historia de un pez pequeñito llamado Pececito:

“Pececito era, como su nombre indica, un pez muy pequeñito de piel suave y mirada sonriente. De natural curioso, era muy observador y cualquier cosa llamaba su atención. Como aún era un bebé, siempre iba nadando bajo el agua situado entre su mamá y su papá. Ellos no paraban de repetirle: “Pececito, Pececito, nada junto a nosotros, no te despistes, que te puedes perder”. Pececito contestaba que sí, que no se preocuparan, pero su inmensa curiosidad acababa saliéndose con la suya, no podía evitarlo.

Un día, cuando volvía con sus papás de visitar a unos familiares que vivían en un mar bastante alejado del suyo, se distrajo mirando todas las maravillas que encontraba mientras recorría aquel camino tan novedoso para él. Observaba las estrellas de mar, los caballitos de mar, se dejaba acariciar por las algas, se sorprendía ante la belleza de los corales y…. se metió sin darse cuenta dentro de una cueva; a los pocos segundos sintió algo de frío, y se encontró en la más absoluta oscuridad.  Pececito comenzó a asustarse, y notó que le latía fuerte el corazón. Intentó salir por todos los medios, pero como no podía ver, no hacía otra cosa que tropezar contra las paredes de la cueva. Aún encontrándose ante tal dificultad y teniendo todo el miedo que tenía, no perdió el valor ni la calma y siguió nadando a ciegas, moviendo ágilmente tanto su cabecita al encontrar algún obstáculo, como sus pequeñas aletas, las cuales vibraban como un molinillo, gracias al gran esfuerzo que Pececito hacía. Cuando por fin consiguió salir observó a sus padres a lo lejos que lo llamaban, se puso muy contento y comenzó a nadar en dirección a ellos, aunque estaba muy, muy cansado. De pronto, una ola espumosa de esas que nunca se sabe de dónde salen, lo elevó y lo lanzó fuera del agua. Pececito quedó abatido y cansado en la orilla. Le costaba respirar, y los movimientos de sus pequeñas aletas tropezaban con la arena mojada. Sus padres aparecieron cerca de la orilla, lo llamaban y animaban, aunque sus caras mostraban cada vez más tristeza. Sin embargo, cuando pececito estaba más vencido y agotado, un niño llamado Juan, que jugaba cerca de la orilla con sus primitos, haciendo castillos de arena, se acercó y, cogiéndolo entre sus manos, lo empujó hacia el mar. Sus padres, locos de contento, lo ayudaron entre los dos y desaparecieron mar adentro. Así, desde aquel día, cada vez que Pececito y sus papás pasan por aquella playa, sacan la cabeza y bailan unos segundos sobre el agua para saludar a su amigo Juan”.

Así era Juan. Cuando el viento en la calle sacudía árboles y letreros y despeinaba a las personas, él corría a su habitación y ataba cuidadosamente sus numerosos barcos de juguete con hilos de diferentes colores a las patas de su pequeña mesa de estudio y a su sillita. Colocaba a los distintos capitanes en los respectivos timones y escuchaba muy serio la caracola gigante que tenía junto a su cama, para conocer el estado real de todos los vientos que azotaban en ese instante todos los mares.

Algunas veces, cuando sus juguetes y los demás objetos que le rodeaban le cansaban, cambiaban súbitamente de función. Así, la pistola de plástico de su disfraz de vaquero, perfectamente podía convertirse en un teléfono móvil a través del cual tener largas conversaciones con personajes de los dibujos animados o con sus familiares: su mamá, cuando estaba en otra habitación, o su abuelita, que vivía muy lejos. O telefonear a los papás de su amiga Sandra para comprobar si se había acostado ya para irse él también a la cama. Después de ver a un vecino volver a casa con la mano vendada tras un pequeño accidente doméstico, decidió estar vendado él también, así que, ni corto ni perezoso, se quitó los gruesos calcetines que su papá le ponía en casa para que no tuviese frío y se los colocó alrededor de las manos y la cabeza como si de vendas se tratase, caminando descalzo por la casa hasta que sus padres se dieron cuenta y, aprisa y corriendo, volvieron a ponerle los calcetines.

Cuando iban a visitar a su abuelita, solía pasarse las horas muertas asomado a una ventana, contando los pájaros que se posaban y los gatos que atravesaban los tejados de alrededor de la casa, o calculando cuánto tiempo llevarían allí los objetos abandonados que los adornaban: un balón de fútbol pinchado, pinzas de la ropa, una muñeca rota o una lata de refresco.

Y, cómo olvidarlo, el día aquel que nevó tanto y su mamá no le dejó salir a la calle, Juan asintió y se fue a jugar a su habitación. Todo estaba en silencio, lo que sorprendió a su mamá, acostumbrada a que Juan fuese más protestón cuando quería bajar al parque a jugar. Un poco extrañada, decidió acercarse caminando muy despacio, casi de puntillas, a la habitación de su hijo, para ver qué hacía sin que él se diese cuenta. Abrió despacio la puerta y se sobresaltó al no encontrarlo allí. Lo llamó por toda la casa y finalmente se tropezó con él cuando salía raudo y veloz del pequeño cuarto de baño al grito de “¡yupi!”, para volver menos de un minuto después llevando en sus manos una gran zanahoria, dos oscuros y grandes botones y el viejo sombrero que su papá se ponía todos los años para la fiesta de carnaval. Volvió a entrar en el aseo y, sin mediar palabra, cerró la puerta en las narices de su sorprendida mamá. Ésta, al abrir la puerta, un poco después, vio que Juan estaba sentado en el suelo, rodeado de los centenares de pequeños trozos del papel higiénico que se había dedicado pacientemente a romper con sus deditos, para así lanzarlos al aire y crear su propia nieve. A pesar de ello, Juan, con todo el pelo lleno de pedacitos de papel blanco, le dijo a su mamá que seguía estando triste, porque con la nieve que se había fabricado le era imposible hacer un buen muñeco de nieve.

Ilustración de Enrique Bonet

Su mejor amiga del colegio, Sandra, no podía dormir en las noches de tormenta. Hacía muchos días que llovía sin parar, y ella pasaba mucho miedo. Juan pensó que, efectivamente, el rugir de los árboles cuando parecían contestar al bramido de la tormenta debía de dar mucho miedo. Menos mal que, por la zona donde él vivía, a la altura de su piso, no escuchaba ese ruido tan monstruoso. Sandra continuaba triste y pensativa, estaba cansada, somnolienta, apenas probaba la merienda y casi se quedaba dormida sobre su plato a la hora del almuerzo. Juan y ella siempre se sentaban juntos en el comedor y él la notó en ese momento del día más cambiada que nunca. Echaba de menos a su amiga Sandra, habitualmente tan risueña, manoteando y parloteando, haciendo bromas y contándole cosas que siempre le parecían divertidas y la mar de interesantes. Entonces él también se puso triste, y la comida que tenía en su plato, macarrones a la boloñesa, la favorita de los dos, le pareció terriblemente pesada de tragar. Ambos quedaron pensativos mirando en dirección a la ventana. Juan suspiraba y a Sandra se le cerraban los ojitos tras sus graciosas gafitas de color verde claro. Así fueron transcurriendo los minutos hasta que Juan cayó en la cuenta, ¡claro!, golpeó la mesa y miró en dirección a su amiga, cuya cabecita yacía apoyada en su mano derecha, a punto de caer sobre los macarrones a la boloñesa.

-          ¡Ya sé lo que pasa, Sandra!- casi le gritó, todo excitado.
-          ¿Qué? –preguntó ella despertándose, con los ojitos semicerrados todavía.
-          No debes asustarte por las noches, cuando al irte a dormir escuches esos fuertes ruidos entre los árboles y la tormenta.
-          ¿Por qué dices eso? –volvió a preguntar su amiga. Abriendo cada vez más los ojos, con creciente interés.
-          Lo que tienes que pensar es que tienes suerte.
-          ¿Suerte?
-          ¡Sí!, eres la niña con más suerte de la clase, Sandra. Cada noche de tormenta, antes de dormirte, puedes escuchar una de las conversaciones más antiguas del mundo.
-          ¿Conversaciones? –Sandra cada vez entendía menos.
-          ¡Claro!, escuchas la conversación que todas las noches tienen los árboles y la tormenta. Se cuentan sus cosas, lo que les ha pasado a cada uno durante el día. A lo mejor, un árbol le cuenta si un gato se le ha subido encima y ha tenido que venir un bombero o un policía a salvarlo. O si unos niños treparon por sus ramas para recuperar su pelota, que se había quedado atrapada entre ellas. También le puede contar cosas de las personas que ven pasar bajo sus ramas. O de lo que hablan los pájaros que se posan en él. O de las cosas que escriben algunas personas en su tronco, para que no se les olviden nunca.

Sandra estaba sorprendida, con los ojos como platos, realmente perpleja, pero el color había vuelto a sus mejillas y en su cara se dibujaba la gran sonrisa de siempre. “Es verdad –pensó-, tengo suerte, si en vez de asustarme al sentir el ruido de la tormenta, de la lluvia, del viento y de los árboles, trato de entender las cosas que se cuentan, los momentos antes de quedarme dormida serán divertidos y muy interesantes”.

Juan estaba muy contento al ver a su amiga por fin contenta y despierta, tras escuchar su gran descubrimiento. Pero se dio cuenta de que comenzaba a mirarlo con esos ojillos entrecerrados que ponía cuando le asaltaba alguna duda importante. Juan entonces esperó, como siempre hacía en esas ocasiones, las palabras de Sandra.

-          Humm… ¿Y de qué hablan las tormentas? –preguntó Sandra sin quitarle la vista de encima.
-          ¡Eso es lo más interesante! –gritó Juan-. Debes saber que las tormentas nunca paran en ningún sitio, van y vienen, siempre recorriendo el mundo de pe a pa. Por eso, se saben todas las historias de todos los lugares y, por ejemplo, seguro que les cuentan a los árboles de tu barrio, cómo son los árboles de los otros países, qué clase de animales se suben a ellos, y qué hablan los pájaros de todos los continentes.

Sandra aún dudaba:

-          Entonces, ¿los árboles y las tormentas conocen el idioma de los pájaros?
-          ¡Claro! – contestó Juan, con gesto de estar absolutamente seguro.

Una mañana soleada de primavera, Juan escuchó el insistente canto de un pájaro. Fue el único de su clase que se dio cuenta, porque nadie salvo él se acercó a la ventana. Miró y se topó con un cielo más azul que nunca y un sol reluciente, pero ni rastro de ningún pájaro, ni de ninguna jaula. Cuando estaba a punto de desistir y volver a su sitio en la mesa de las tareas, lo vio. Era un pequeño pajarillo que caminaba dando pequeños saltitos, a los lejos; parecía pasear alrededor de un árbol, como si buscase algo mientras silbaba. A lo mejor había perdido algo importante.

De esta forma, se puso a pensar la historia de un pájaro pequeñito llamado Pajarito:

“Cuando Mamá Pájaro volvió de uno de sus incontables vuelos para conseguir comida para sus crías, se quedó patidifusa al ver que todos sus pajarillos abrían el pico esperando su alimento en el nido menos uno, que no hacía más que temblar; parecía tener mucha fiebre. Cuando observó un poco más atentamente, cayó en la cuenta de que a su pequeño se le había caído una pluma, razón por la que pasaba tanto frío. Mamá Pájaro pensaba que mientras ella estuviese con él podría calentarlo, pero temía que muriese de frío en cualquiera de sus muchas salidas en busca de alimento, que la obligaban a abandonar el nido. Así pues, decidió no perder un segundo y salir a buscar la pluma que su hijito había perdido. Voló alrededor del árbol en donde estaba el nido, caminó cerca del tronco mirando atentamente; siguió la dirección del leve viento que quizá hubiese arrastrado consigo la pluma, pero no encontró nada. Volando, mirando o posándose aquí y allá, acabó en la ventana a la que un niño llamado Juan estaba casi siempre asomado. Al verla tan triste, el pequeño le preguntó qué le pasaba, y entonces Mamá Pájaro, desesperada y llorosa, le contó su problema. En cuanto Mamá Pájaro terminó su historia, Juan, ni corto ni perezoso, bajó al parque tirando de la mano de su padre y les relató lo sucedido a sus amiguitos, estos se lo contaron a los suyos, estos otros a los suyos, y así sucesivamente. De esta manera, todos se pusieron rápidamente en acción y buscaron plumas que pudieran ser la que Pajarito había perdido, la única que le quitaría el frío de verdad, ya que encajaría en su cuerpecillo a la perfección. Todos los niños guardaron las plumas que habían encontrado, y casi al anochecer, cuando Mamá Pájaro sobrevolaba cabizbaja la ciudad, observó sorprendida, cómo todas las ventanas de los edificios tenían las luces encendidas y en cada una un niño la esperaba sosteniendo en la mano la pluma más parecida que había encontrado para que ella pudiese revisarla y dar con la que Pajarito había perdido”.

Como sus padres habían notado que Juan continuaba en sus trece, tan imaginativo como siempre y con tendencia a dejarse llevar por el vuelo de una mosca, un día le preguntaron qué quería ser de mayor. Él contestó, como siempre, que capitán de barco y, cuando ya se estaba imaginando con el traje y la gorra de capitán llevando el timón de un inmenso barco de pasajeros, sus papás interrumpieron sus pensamientos y le explicaron el mejor camino para cumplir ese sueño. Ese camino no era otro que aprovechar su capacidad de imaginación y observación para colorear y dibujar cada vez mejor, hacer caso a la maestra y atender sus explicaciones, volviendo a casa cada día habiendo aprendido al menos una cosa nueva en el colegio. Comportándose así, año tras año, no debía caberle ninguna duda de que conseguiría todos sus propósitos en el futuro. Juan, entonces, miró a sus padres y comprendió el mensaje que estos le lanzaban “Sí, claro, la cosa es que mis buenos amiguitos (ATENCIÓN, TRABAJO, OBSERVACIÓN e IMAGINACIÓN), se pongan de acuerdo”, se dijo, rascándose con un dedo la cabeza.


De esta forma, Juan empezó a aprovechar todas sus cualidades para aprender y divertirse a la vez. Y es que su imaginación le estaba siendo muy útil, ya que un día de verano fue el primero en ver a un pez que se retorcía en la orilla y correr a lanzarlo al mar para salvarlo; y otro día, ya en otoño, al encontrarse un pajarillo recién nacido en el suelo, con una sola mirada, supo dónde estaba su nido y tuvo tiempo de devolverlo con su mamá para que ella pudiese seguir alimentándolo.




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