“Juan es un niño
imaginativo, muy observador, con tendencia a la fantasía. Aunque también sabe
ser aplicado y despierto para sus quehaceres escolares, cuando se lo propone”.
Eso, al menos, fue lo que la maestra explicó a sus progenitores en una de las
reuniones de tutoría que mantenía regularmente con los padres de sus alumnos.
Sus padres hablaron
del tema durante la cena. Se refirieron a su asombrosa imaginación, que tanto sorprendía
y divertía a cuantos lo conocían; pero parecían preocupados por la falta de
atención y la lentitud al realizar sus tareas que Doña Rosa, la maestra, había
señalado como principal defecto a corregir.
Juan escuchaba los
consejos y advertencias paternos mientras notaba su cabeza ocupada por unos
amigos que casi siempre hablaban a la vez. Unos amigos cuyos nombres los
mayores no paraban de repetir: ATENCIÓN, TRABAJO, OBSERVACIÓN e IMAGINACIÓN. Así
pensó, al tiempo que se comía un yogur, la historia de los amigos que se
interrumpían unos a otros cuando hablaban, como sus compañeros en el patio, o
sus papás y sus tíos cuando había reunión familiar. Le pasaba casi siempre mientras
coloreaba fichas o hacía un dibujo en el cole. Cuando Atención se concentraba o
Trabajo se esmeraba, muchas veces aparecía de buenas a primeras Observación
para hacer que se fijara en otra cosa y, para colmo, algunas mañanas venía
acompañada de Imaginación, que rápidamente se dedicaba a inventar una historia
de lo más interesante. “Uf, va a hacer falta que estos buenos amiguitos se pongan
de acuerdo”, reflexionó.
Unos pocos días
después fue con sus padres al Centro Comercial y, nada más entrar, pegó su
nariz al escaparate de la tienda de animales. Además de insistir así en su
deseo de tener una mascota (deseo que siempre le negaban en casa), le gustaba
mirarlos en sus jaulas, verlos comer, rascarse o ir de un lado para otro.
Imaginaba cómo se relacionaban entre ellos y, cuando alzaban la voz, pensaba
que se dirigían a él y trataba de adivinar las cosas que le decían. Su madre le
advirtió, como siempre que iban a algún sitio concurrido: “Juan, hijo, no te
despistes, que te puedes perder”. Antes de separar su nariz del escaparate echó
un último vistazo a la gran pecera, allí muchos peces de vivos colores nadaban
en fila, pero siempre había uno, el más pequeño, que iba a la zaga; parecía que
le costaba bastante seguir el ritmo que marcaban los demás.
De esta forma, se
puso a pensar la historia de un pez pequeñito llamado Pececito:
“Pececito era, como
su nombre indica, un pez muy pequeñito de piel suave y mirada sonriente. De
natural curioso, era muy observador y cualquier cosa llamaba su atención. Como
aún era un bebé, siempre iba nadando bajo el agua situado entre su mamá y su
papá. Ellos no paraban de repetirle: “Pececito, Pececito, nada junto a
nosotros, no te despistes, que te puedes perder”. Pececito contestaba que sí,
que no se preocuparan, pero su inmensa curiosidad acababa saliéndose con la
suya, no podía evitarlo.
Un día, cuando
volvía con sus papás de visitar a unos familiares que vivían en un mar bastante
alejado del suyo, se distrajo mirando todas las maravillas que encontraba
mientras recorría aquel camino tan novedoso para él. Observaba las estrellas de
mar, los caballitos de mar, se dejaba acariciar por las algas, se sorprendía
ante la belleza de los corales y…. se metió sin darse cuenta dentro de una
cueva; a los pocos segundos sintió algo de frío, y se encontró en la más
absoluta oscuridad. Pececito comenzó a
asustarse, y notó que le latía fuerte el corazón. Intentó salir por todos los
medios, pero como no podía ver, no hacía otra cosa que tropezar contra las
paredes de la cueva. Aún encontrándose ante tal dificultad y teniendo todo el
miedo que tenía, no perdió el valor ni la calma y siguió nadando a ciegas,
moviendo ágilmente tanto su cabecita al encontrar algún obstáculo, como sus
pequeñas aletas, las cuales vibraban como un molinillo, gracias al gran
esfuerzo que Pececito hacía. Cuando por fin consiguió salir observó a sus
padres a lo lejos que lo llamaban, se puso muy contento y comenzó a nadar en
dirección a ellos, aunque estaba muy, muy cansado. De pronto, una ola espumosa
de esas que nunca se sabe de dónde salen, lo elevó y lo lanzó fuera del agua.
Pececito quedó abatido y cansado en la orilla. Le costaba respirar, y los
movimientos de sus pequeñas aletas tropezaban con la arena mojada. Sus padres
aparecieron cerca de la orilla, lo llamaban y animaban, aunque sus caras
mostraban cada vez más tristeza. Sin embargo, cuando pececito estaba más
vencido y agotado, un niño llamado Juan, que jugaba cerca de la orilla con sus
primitos, haciendo castillos de arena, se acercó y, cogiéndolo entre sus manos,
lo empujó hacia el mar. Sus padres, locos de contento, lo ayudaron entre los
dos y desaparecieron mar adentro. Así, desde aquel día, cada vez que Pececito y
sus papás pasan por aquella playa, sacan la cabeza y bailan unos segundos sobre
el agua para saludar a su amigo Juan”.
Así era Juan. Cuando
el viento en la calle sacudía árboles y letreros y despeinaba a las personas,
él corría a su habitación y ataba cuidadosamente sus numerosos barcos de
juguete con hilos de diferentes colores a las patas de su pequeña mesa de
estudio y a su sillita. Colocaba a los distintos capitanes en los respectivos
timones y escuchaba muy serio la caracola gigante que tenía junto a su cama,
para conocer el estado real de todos los vientos que azotaban en ese instante
todos los mares.
Algunas veces, cuando
sus juguetes y los demás objetos que le rodeaban le cansaban, cambiaban
súbitamente de función. Así, la pistola de plástico de su disfraz de vaquero,
perfectamente podía convertirse en un teléfono móvil a través del cual tener
largas conversaciones con personajes de los dibujos animados o con sus
familiares: su mamá, cuando estaba en otra habitación, o su abuelita, que vivía
muy lejos. O telefonear a los papás de su amiga Sandra para comprobar si se
había acostado ya para irse él también a la cama. Después de ver a un vecino
volver a casa con la mano vendada tras un pequeño accidente doméstico, decidió
estar vendado él también, así que, ni corto ni perezoso, se quitó los gruesos
calcetines que su papá le ponía en casa para que no tuviese frío y se los
colocó alrededor de las manos y la cabeza como si de vendas se tratase,
caminando descalzo por la casa hasta que sus padres se dieron cuenta y, aprisa
y corriendo, volvieron a ponerle los calcetines.
Cuando iban a
visitar a su abuelita, solía pasarse las horas muertas asomado a una ventana,
contando los pájaros que se posaban y los gatos que atravesaban los tejados de
alrededor de la casa, o calculando cuánto tiempo llevarían allí los objetos abandonados
que los adornaban: un balón de fútbol pinchado, pinzas de la ropa, una muñeca
rota o una lata de refresco.
Y, cómo olvidarlo,
el día aquel que nevó tanto y su mamá no le dejó salir a la calle, Juan asintió
y se fue a jugar a su habitación. Todo estaba en silencio, lo que sorprendió a
su mamá, acostumbrada a que Juan fuese más protestón cuando quería bajar al
parque a jugar. Un poco extrañada, decidió acercarse caminando muy despacio,
casi de puntillas, a la habitación de su hijo, para ver qué hacía sin que él se
diese cuenta. Abrió despacio la puerta y se sobresaltó al no encontrarlo allí.
Lo llamó por toda la casa y finalmente se tropezó con él cuando salía raudo y
veloz del pequeño cuarto de baño al grito de “¡yupi!”, para volver menos de un
minuto después llevando en sus manos una gran zanahoria, dos oscuros y grandes
botones y el viejo sombrero que su papá se ponía todos los años para la fiesta
de carnaval. Volvió a entrar en el aseo y, sin mediar palabra, cerró la puerta
en las narices de su sorprendida mamá. Ésta, al abrir la puerta, un poco
después, vio que Juan estaba sentado en el suelo, rodeado de los centenares de
pequeños trozos del papel higiénico que se había dedicado pacientemente a
romper con sus deditos, para así lanzarlos al aire y crear su propia nieve. A
pesar de ello, Juan, con todo el pelo lleno de pedacitos de papel blanco, le
dijo a su mamá que seguía estando triste, porque con la nieve que se había
fabricado le era imposible hacer un buen muñeco de nieve.
Ilustración de Enrique Bonet |
Su mejor amiga del
colegio, Sandra, no podía dormir en las noches de tormenta. Hacía muchos días
que llovía sin parar, y ella pasaba mucho miedo. Juan pensó que, efectivamente,
el rugir de los árboles cuando parecían contestar al bramido de la tormenta
debía de dar mucho miedo. Menos mal que, por la zona donde él vivía, a la
altura de su piso, no escuchaba ese ruido tan monstruoso. Sandra continuaba
triste y pensativa, estaba cansada, somnolienta, apenas probaba la merienda y
casi se quedaba dormida sobre su plato a la hora del almuerzo. Juan y ella
siempre se sentaban juntos en el comedor y él la notó en ese momento del día
más cambiada que nunca. Echaba de menos a su amiga Sandra, habitualmente tan
risueña, manoteando y parloteando, haciendo bromas y contándole cosas que siempre
le parecían divertidas y la mar de interesantes. Entonces él también se puso
triste, y la comida que tenía en su plato, macarrones a la boloñesa, la favorita
de los dos, le pareció terriblemente pesada de tragar. Ambos quedaron
pensativos mirando en dirección a la ventana. Juan suspiraba y a Sandra se le
cerraban los ojitos tras sus graciosas gafitas de color verde claro. Así fueron
transcurriendo los minutos hasta que Juan cayó en la cuenta, ¡claro!, golpeó la
mesa y miró en dirección a su amiga, cuya cabecita yacía apoyada en su mano
derecha, a punto de caer sobre los macarrones a la boloñesa.
-
¡Ya sé lo que pasa, Sandra!- casi le gritó, todo excitado.
-
¿Qué? –preguntó ella despertándose, con los ojitos semicerrados
todavía.
-
No debes asustarte por las noches, cuando al irte a dormir escuches
esos fuertes ruidos entre los árboles y la tormenta.
-
¿Por qué dices eso? –volvió a preguntar su amiga. Abriendo cada vez
más los ojos, con creciente interés.
-
Lo que tienes que pensar es que tienes suerte.
-
¿Suerte?
-
¡Sí!, eres la niña con más suerte de la clase, Sandra. Cada noche de
tormenta, antes de dormirte, puedes escuchar una de las conversaciones más
antiguas del mundo.
-
¿Conversaciones? –Sandra cada vez entendía menos.
-
¡Claro!, escuchas la conversación que todas las noches tienen los
árboles y la tormenta. Se cuentan sus cosas, lo que les ha pasado a cada uno
durante el día. A lo mejor, un árbol le cuenta si un gato se le ha subido
encima y ha tenido que venir un bombero o un policía a salvarlo. O si unos
niños treparon por sus ramas para recuperar su pelota, que se había quedado atrapada
entre ellas. También le puede contar cosas de las personas que ven pasar bajo
sus ramas. O de lo que hablan los pájaros que se posan en él. O de las cosas
que escriben algunas personas en su tronco, para que no se les olviden nunca.
Sandra
estaba sorprendida, con los ojos como platos, realmente perpleja, pero el color
había vuelto a sus mejillas y en su cara se dibujaba la gran sonrisa de
siempre. “Es verdad –pensó-, tengo suerte, si en vez de asustarme al sentir el
ruido de la tormenta, de la lluvia, del viento y de los árboles, trato de
entender las cosas que se cuentan, los momentos antes de quedarme dormida serán
divertidos y muy interesantes”.
Juan
estaba muy contento al ver a su amiga por fin contenta y despierta, tras
escuchar su gran descubrimiento. Pero se dio cuenta de que comenzaba a mirarlo
con esos ojillos entrecerrados que ponía cuando le asaltaba alguna duda
importante. Juan entonces esperó, como siempre hacía en esas ocasiones, las
palabras de Sandra.
-
Humm… ¿Y de qué hablan las tormentas? –preguntó Sandra sin quitarle la
vista de encima.
-
¡Eso es lo más interesante! –gritó Juan-. Debes saber que las
tormentas nunca paran en ningún sitio, van y vienen, siempre recorriendo el
mundo de pe a pa. Por eso, se saben todas las historias de todos los lugares y,
por ejemplo, seguro que les cuentan a los árboles de tu barrio, cómo son los
árboles de los otros países, qué clase de animales se suben a ellos, y qué
hablan los pájaros de todos los continentes.
Sandra
aún dudaba:
-
Entonces, ¿los árboles y las tormentas conocen el idioma de los
pájaros?
-
¡Claro! – contestó Juan, con gesto de estar absolutamente seguro.
Una mañana soleada de
primavera, Juan escuchó el insistente canto de un pájaro. Fue el único de su
clase que se dio cuenta, porque nadie salvo él se acercó a la ventana. Miró y
se topó con un cielo más azul que nunca y un sol reluciente, pero ni rastro de
ningún pájaro, ni de ninguna jaula. Cuando estaba a punto de desistir y volver
a su sitio en la mesa de las tareas, lo vio. Era un pequeño pajarillo que
caminaba dando pequeños saltitos, a los lejos; parecía pasear alrededor de un
árbol, como si buscase algo mientras silbaba. A lo mejor había perdido algo
importante.
De esta forma, se
puso a pensar la historia de un pájaro pequeñito llamado Pajarito:
“Cuando Mamá Pájaro
volvió de uno de sus incontables vuelos para conseguir comida para sus crías,
se quedó patidifusa al ver que todos sus pajarillos abrían el pico esperando su
alimento en el nido menos uno, que no hacía más que temblar; parecía tener
mucha fiebre. Cuando observó un poco más atentamente, cayó en la cuenta de que
a su pequeño se le había caído una pluma, razón por la que pasaba tanto frío.
Mamá Pájaro pensaba que mientras ella estuviese con él podría calentarlo, pero
temía que muriese de frío en cualquiera de sus muchas salidas en busca de
alimento, que la obligaban a abandonar el nido. Así pues, decidió no perder un
segundo y salir a buscar la pluma que su hijito había perdido. Voló alrededor
del árbol en donde estaba el nido, caminó cerca del tronco mirando atentamente;
siguió la dirección del leve viento que quizá hubiese arrastrado consigo la
pluma, pero no encontró nada. Volando, mirando o posándose aquí y allá, acabó en
la ventana a la que un niño llamado Juan estaba casi siempre asomado. Al verla
tan triste, el pequeño le preguntó qué le pasaba, y entonces Mamá Pájaro, desesperada
y llorosa, le contó su problema. En cuanto Mamá Pájaro terminó su historia,
Juan, ni corto ni perezoso, bajó al parque tirando de la mano de su padre y les
relató lo sucedido a sus amiguitos, estos se lo contaron a los suyos, estos
otros a los suyos, y así sucesivamente. De esta manera, todos se pusieron
rápidamente en acción y buscaron plumas que pudieran ser la que Pajarito había
perdido, la única que le quitaría el frío de verdad, ya que encajaría en su
cuerpecillo a la perfección. Todos los niños guardaron las plumas que habían
encontrado, y casi al anochecer, cuando Mamá Pájaro sobrevolaba cabizbaja la
ciudad, observó sorprendida, cómo todas las ventanas de los edificios tenían
las luces encendidas y en cada una un niño la esperaba sosteniendo en la mano
la pluma más parecida que había encontrado para que ella pudiese revisarla y
dar con la que Pajarito había perdido”.
Como sus padres
habían notado que Juan continuaba en sus trece, tan imaginativo como siempre y
con tendencia a dejarse llevar por el vuelo de una mosca, un día le preguntaron
qué quería ser de mayor. Él contestó, como siempre, que capitán de barco y,
cuando ya se estaba imaginando con el traje y la gorra de capitán llevando el
timón de un inmenso barco de pasajeros, sus papás interrumpieron sus
pensamientos y le explicaron el mejor camino para cumplir ese sueño. Ese camino
no era otro que aprovechar su capacidad de imaginación y observación para
colorear y dibujar cada vez mejor, hacer caso a la maestra y atender sus
explicaciones, volviendo a casa cada día habiendo aprendido al menos una cosa
nueva en el colegio. Comportándose así, año tras año, no debía caberle ninguna
duda de que conseguiría todos sus propósitos en el futuro. Juan, entonces, miró
a sus padres y comprendió el mensaje que estos le lanzaban “Sí, claro, la cosa
es que mis buenos amiguitos (ATENCIÓN, TRABAJO, OBSERVACIÓN e IMAGINACIÓN), se
pongan de acuerdo”, se dijo, rascándose con un dedo la cabeza.
De esta forma, Juan
empezó a aprovechar todas sus cualidades para aprender y divertirse a la vez. Y
es que su imaginación le estaba siendo muy útil, ya que un día de verano fue el
primero en ver a un pez que se retorcía en la orilla y correr a lanzarlo al mar
para salvarlo; y otro día, ya en otoño, al encontrarse un pajarillo recién
nacido en el suelo, con una sola mirada, supo dónde estaba su nido y tuvo
tiempo de devolverlo con su mamá para que ella pudiese seguir alimentándolo.
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