23 diciembre 2015

LUCIDEZ

Las personas lúcidas tienen una visión privilegiada de lo que les rodea; una panorámica a la que no se le escapa un detalle. Saben interpretar los mensajes, leen entre líneas, ven las cosas venir y corren a avisar desde su teclado. Tienen en su poder las recetas para arreglarlo todo de un plumazo, se pasan la vida argumentando su odio y están en condiciones de decirle a todo el mundo cómo debería pensar y actuar. Gozan de esa capacidad. Ellas no se dejan manipular por ningún tipo de organización internacional sospechosa, ni por los tertulianos de la acera de frente; y mucho menos por los adversarios, perdón enemigos, políticos. Las personas lúcidas son absolutamente democráticas, incluso aceptan el sufragio universal, aunque con matices, que prefieren atesorar en su muy cultivado interior. Realmente les chirría que ciertos sectores de población puedan votar, pero lo asumen elegantemente, cosa por la que piensan que el resto debe estarles eternamente agradecido. Las personas lúcidas miran de reojo el periódico que lee el vecino. Desgraciadamente, acostumbran a estar rodeadas en su vida diaria de cierta vulgaridad y previsibilidad; de personas bobas o malintencionadas, salvo cuando se reúnen, por fin, con otras personas lúcidas que piensan exactamente lo mismo que ellas respecto de los temas que importan. Las personas lúcidas tienen una andar particular, sosegado, a pesar de que la claridad de sus visiones a veces les empuja hacia la procacidad. Aunque no se les note, llevan su país en la cabeza, y miran con indulgencia a los otros, que sólo tienen cosas mundanas e ideas intoxicadas sobre los hombros. Las personas lúcidas captan a la primera las sagaces revelaciones de sus columnistas favoritos, con los que les une un hilo invisible de complicidad que les faculta a resumir su palabra para ser sus sagaces portavoces durante todo el día. Su extraordinaria agudeza les permite juzgar abiertamente los oscuros motivos que llevan a toda ese gente aborregada a votar a sus adversarios, perdón enemigos, políticos. Viven en un país que no les merece, y se lamentan abiertamente por ello. Cuando conocen a alguien de verdad inteligente, son lo suficientemente generosos como para reconocerle el mérito, no sin antes efectuar alguna mínima comprobación de pureza ideológica. Si se encontrasen alguna vez en el bar con un premio Nobel de medicina, no dudarían en apretarle paternalmente el hombro  y animarle a seguir por ese camino. Si el premio es de economía, se verían obligados a buscar antes de pronunciarse algunos datos en Google.


Yo las observo desde siempre con verdadera admiración. Las veo asentir con una media sonrisa condescendiente, enarcar las cejas fingiendo sorpresa, volver levemente la cara, expulsar suavemente el aire por la nariz, bisbisear, apretar la boca o fruncir el ceño. Sostener con firmeza y salero su látigo invisible. Las personas lúcidas conceden la oportunidad de gobernar de manera escrupulosamente democrática a sus elegidos, y asumen como una catástrofe inminente, siempre inminente, la llegada al poder de sus adversarios, perdón enemigos. Ellas, generalmente, se ponen muy serias y dicen creer que el resentimiento, la venganza, y la violencia no conducen a nada, pero llegado el momento saben lanzar con fuerza el adjetivo “demagogo” desde la barrera. Sé que las personas lúcidas a veces os sentís solas, pero no lo estáis. Sólo en España sois casi cuarenta millones. 

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