Aún recuerdo cuando terminó la tanda de penaltis.
Fue un zumbido, un instante cargado de sensaciones que se empujaban las unas a las
otras; imposibles de definir más allá de un fuerte apretón de entrañas. Como me
solía pasar durante cualquier acontecimiento relevante que ocurriese a mi
alrededor, ellos me localizaron enseguida entre la multitud: mi madre acarició
levemente mi pelo desde algún lugar muy lejano, sin llegar mirarme a la cara;
mi padre emitió sonidos desde otra habitación que parecían brotar de una radio
antigua; los vecinos, los tenderos y los profesores dejaron lo que estaban haciendo
y cuchichearon entre ellos asintiendo y señalándome con el dedo. Ante un tiempo
que no parecía querer avanzar, sólo conseguí pensar con claridad en el camino recorrido
hasta llegar a ese momento: la búsqueda de mi asiento en la inmensa grada, el largo
viaje en metro aplastado entre bufandas, cánticos y parafernalia; la comprobación de no
olvidar nada antes de abandonar el hotel o los móviles ajenos que no paraban de
sonar en el vestíbulo. No satisfecho con eso, el pensamiento desbocado continuó,
vertiginoso y voraz, su viaje hacia atrás en línea recta, cada vez a mayor
velocidad, devorando años y
circunstancias, recortando mis vivencias, sintetizándolas como el
químico más loco y brillante; como queriendo escapar a toda costa del vacío. Desfilaron
rápidamente ante mí las caras de futbolistas que me miraban cómplices desde el
cartón gastado de los cromos, cada vez más antiguos; aquellos álbumes
completados, apilados y abultados, repasados una y otra vez. Tensos botes
neutrales en tumultuosos partidos que se interrumpían cada dos por tres cuando
se acercaba un coche; botas brillantes en otros pies; lejano césped artificial
en el que se perdía la vista; inmaculadas redes blancas en las porterías de los
colegios privados, más allá de las vallas; el dulce calor transmitido por las
manos fuertes y la respiración de los rivales desconocidos que me acompañaron
al hospital tras aquel esguince…Y, finalmente, esa sensación agotadora, que me
obligó a sentarme aterido entre el jolgorio, de haber pasado demasiados años
empujando un desgastado balón de cuero, siempre cuesta arriba, siempre temiendo
perderlo tras la última patada. Hasta hoy, hasta el momento del grito ahogado
que hace estallar la mordaza, del abrazo al desconocido, del llanto impúdico que
colma el vacío, del descanso.
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