Las novelas de Paul Auster suelen presentar a un hombre perplejo y perdido que, bien se cuenta a sí mismo o es contado por otro, a veces más perplejo aún. El punto de mira apunta generalmente a un individuo superado por los acontecimientos, acuciado por un destino trágico que lo desnuda sin contemplaciones poniéndole ante los ojos su propia vulnerabilidad; tipos plantados en la ciudad o en el mundo a los que éstos un día invaden zarandeándolos violentamente, jugando con ellos estrechando su camino, asfixiándolos u ofreciéndoles inopinados haces de luz. El mundo de Auster parte de la pérdida de esa especie de rastro invisible que todos nos marcamos como guía de nuestro devenir; el ser humano ante ese laberinto que acaba siendo él mismo. Leerle es viajar a tal laberinto, e internarse en su mundo produce una sensación tan inquietante como física y adictiva; es bucear en el misterio de las percepciones humanas de la mano de un narrador ágil, a veces seco, otras incisivo y minucioso. Hay una urgencia, una ansiedad en pos de una salida y un equilibrio a veces inalcanzables.
Esta personal y delirante interpretación del mito de Don Quijote, fue escrita a principios de la década de los ochenta e incluida en “La Trilogía de Nueva York” de 1.987, inaugurando la notable carrera del Auster novelista. En 1.994 vio la luz por primera la novela gráfica que nos ocupa. En un esclarecedor prólogo, el premio Pulitzer y pionero de las novelas gráficas Art Spiegelman (“Maus”), explica las vicisitudes y dudas que jalonaron el camino hasta llegar a esta obra.
Para valorar realmente la eficacia de esta “traducción” a formato cómic de “Ciudad de Cristal” lo razonable sería, quizá, enfrentarse a él sin conocer previamente el relato de Auster. No es mi caso, he leído la adaptación de Karasik y Mazzucchelli bastantes años después del original y, sinceramente, me quedo con éste, aunque he de decir que la novela gráfica me transmite sensaciones distintas, lo cual no puede ser sino un éxito, dado que capta la esencia del original y se interna en su complejidad (que parte de la solidez de una intrigante narración de misterio, tan compleja como disparatada, para ir perdiendo capas en pos de la abstracción total. Una historia cuya aspiración es diluirse en el aire, en un viaje en el que los cabos sueltos son obviados en beneficio del laberinto interior que se cierra) sin desviarse de los hechos. El dibujo es sencillo y eficaz; tiene como mayor baza una gran capacidad simbólica, que indaga en el interior del relato con una capacidad de sugerencia muy superior a la que suele conseguir el cine (no en vano Auster confesó a Spiegelman que varios intentos de convertir el libro en guión cinematográfico habían fracasado). La narración se ordena en estrictas y apretadas series de viñetas significativamente alteradas cuando ha lugar; mantiene paralelamente el pulso narrativo con la obra de Auster (aquí también se cita a Lewis Carroll, pero a través del ilustrador John Tenniel), siempre algo telegrafiado; siguiendo fielmente algunas partes y extractando otras. A veces una viñeta concentra párrafos enteros, o unas líneas precisan de una o más páginas, o se esparce la información que contiene un párrafo por diversas páginas. Algún detalle meramente descriptivo cambia (ropas, posturas o ubicaciones). La mayoría de descripciones o intervenciones de los personajes y el narrador (en especial los juegos dialécticos, la a veces endiablada red de argumentaciones y conclusiones, silogismos y premisas) son campo abonado para el despliegue del aparato simbólico del dibujante: escueto e imaginativo, con tendencia al juego de viñetas (aprovechando convenientemente la estructura propia del cómic), o a la concreción de una idea en un objeto, algunas geniales y demoledoras. El medio en sí posibilita la mayor agilidad de mostrar visualmente a la vez situaciones que la escritura no permite. En ocasiones, la narración desarrolla pequeños apuntes propios que enriquecen un sucedido o incluso incuban otros; y el ingente repertorio de puntos de vista realza y carga de significado gestos y momentos que en el libro son secundarios, o añade otras sensaciones, otras evocaciones que hacen de esta obra algo… distinto.
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