Si quieres ubicar la inspiración e influencias de la banda ubetense sólo tienes que visitar su My Space: ellos se conocen mejor que nadie. A mí lo que me atrae irremisiblemente de ellos es la intuición, el nervio, el estado de alerta que estimula cada composición y cada concierto. Su imperfección, esas aristas que se liman para brotar otra vez, la eternidad de su promesa, los cabos sueltos, el rastro, el temblor subterráneo de su sonido: la búsqueda, en definitiva. Se suben a una idea sonora para algunos estancada, pero que, pienso, no tiene principio definido ni final a la vista: crece y profundiza en su crudeza, transmite como pocas; y, quizá por eso, no dejan esa sensación de viaje terminado que muchos grupos noveles ofrecen nada más mostrar su tarjeta de presentación. Caminos sinuosos, pantanos, tiendas de amuletos, desiertos, oscuro rockabilly en la radio, bares de mala muerte, carreteras perdidas, viajes extraños (no hagas auto-stop porque no te gustará el coche que se detendrá, lo conduce el tipo que persigue tu música desde el principio de los tiempos). Guadalupe Plata siguen la senda de los que reinventan una tradición que quema en sus corazones añadiéndole ruido y tensión; pero partiendo, desarrollándose y enroscándose en su esencia. Respetando sus silencios, el gastado mapa de sus subidas y bajadas. Acordes retorcidos y ensimismados que conforme se recuecen se extienden. Base rítmica latiendo en telúrico trance. Punto de ruptura, punto de fuga, ritmo y sonido sensual y ferruginoso que envejece por segundos y despierta eléctrico y lacerante. Quejido, aullido. El blues ardiendo en las venas.