20 junio 2011

19-J

Iba a cruzar la calle cuando le sorprendió la manifestación. Al principio se mostró impaciente, e hizo ademán de buscar un hueco por el que colarse, con su actitud de hombre que no está para bobadas, su polo color claro y sus gafas de sol. A los pocos segundos desistió y, suspirando, se decidió a esperar el paso de la muchedumbre, aposentando su nube de colonia sobre la acera. Se quitó las gafas y apareció una mirada llena de curiosidad, enmarcada en un gesto burlón, con el matiz de estupefacción del que es testigo de algo cuyos motivos no le terminan de cuadrar: el único hombre cuerdo de la ciudad viendo pasar ante él un inmenso ejército de coloristas y reivindicativos marcianos (móvil en ristre para comentarlo con los amigos). Atento a los acontecimientos, empezó a leer el contenido de las pancartas, e instintivamente procedió a intercalar y sustituir nombres de marcas comerciales entre consignas y eslóganes, había que reconocer que algunas tenían gracia (qué cabrones); y a valorar el gran tamaño y colorido de otras, calculando el tiempo invertido en confeccionarlas, cuánta gente se habría dedicado a ello, dónde (quizá en la sede de alguna asociación de ésas o en la casa de uno de ellos que tenga garaje, que sería difícil), y que pensarían hacer con ellas después: las imaginó polvorientas, arrumbadas en algún rincón, o asomando por los contenedores de escombro que ellos no pagaban. Observó detenidamente a algunas chicas guapas con el ombligo al aire (“podrían ser modelos, y estar ganado dinero, en vez de estar dando saltos aquí”, se dijo). Contó muchos tipos de camisetas relacionadas con el evento. Entonces, un instantáneo gesto seco le arrugó el rostro mientras valoraba la pasta que habrían podido sacar con ellas y quién había sido el listo que se lo había metido en el bolsillo. Durante varios minutos buscó con la mirada un posible cabecilla para proponerle un negocio, pero parecía haber demasiados. Le hacían gracia las pintas, los cortes de pelo; saludaba a los niños que avanzaban en sus carritos empujados por adultos que coreaban algo sobre fútbol de primera y democracia de tercera. No tuvo más remedio que aprobar la técnica y el ritmo de unos que tocaban tambores y les hizo una foto con su móvil táctil de pantallón, al tiempo que pensaba que deberían tratar de montar un espectáculo serio (no callejero) y ganar dinero. Le sorprendió, pero sólo un poco, la ingente cantidad y la heterogeneidad de los manifestantes, era la primera vez que no le parecían estrictamente previsibles y teledirigidos (personas de todas las edades, perro flautas de ésos, jubilados, mucha gente con buena pinta, padres y madres, estudiantes con aspecto aplicado). Calculó rápidamente qué porcentaje de ese caudal de gente tendría trabajo o perspectivas, y no fue muy optimista, aunque ese hecho en nada demudó su rostro. Pasados esos minutos de solaz, inmortalizados con fotos y algún vídeo, cruzó la calle raudo, entre la multitud. Desde la otra acera, se despidió de la cabalgata popular con una sonrisa enmarcada en un gesto de certeza absoluta. Él también sabía, desde siempre, que casi todos los políticos eran mediocres porque si no la inmensa mayoría no serían políticos, que todos los compromisos eran papel mojado, que cada uno debía buscarse la vida, anticiparse; que las voluntades podían comprarse, las éticas relajarse; que las protestas se las llevaba el viento, que los votantes eran números; que no había que inquietar a los bancos, y que los trabajadores eran la parte más débil del proceso productivo.