Silencio que respira, mudez de habitación habitualmente callada, Los Planetas sonando en algún lugar cercano, quizá un coche. La mano se acercó temblorosa, aferrándose a la cerviz recién golpeada, restregándose torpemente sobre ella, como queriendo borrar el minuto inmediatamente anterior. La voz surgió por fin, agrandándose hasta borrar cualquier atisbo de esperanza:
- Lo viste, ¿no?
- Sí.
- ¿Dónde?
- En la calle.
- ¿Se te quedó mirando?
- Sí -reconoció-.
- ¿Y qué le dijiste tú?
- Nada -contestó, arrepentido de haber jugado tan mal esa opción-.
- ¿Tú lo miraste? –respiraba el aire del salón y espiraba odio. Los tirantes de su frustración le apretaban duro-.
- Sí –susurró desesperanzado-.
- ¿Te vio? –más enfadado-.
- Sí –vencido-.
- ¿Tú cómo estabas? –exasperado-.
- Así –se colocó de perfil, mirando tímidamente por encima del hombro. La parte del rostro que quedó al descubierto recibió la segunda sacudida-.
- Y te vio, claro –descomponiéndose. Acariciándose la mano golpeadora, antes de aferrar fuertemente la enrojecida cerviz con ella-.
- Pero no me dijo nada –contestó aturdido, roto-.
- ¡Y qué te iba a decir, imbécil! Tienes que aprender de una vez que hay personas que se ganan en la vida el derecho del silencio. Salir a la calle para que los demás les digan cosas. ¿A ti alguien te dice algo por la calle? –preguntó recomponiéndose-.
- No.
- Ves idiota, tú todavía no te lo mereces. Pero él sí, él se ha convertido en una norma a respetar, y tú la has incumplido –explicó jadeante-.
- Estaba lloviendo –se excusó-.
- ¡Cállate! No tienes conciencia de la vida pero la tendrás. Yo te daré conciencia aunque sea en inyecciones –parecía satisfecho, por fin-. La próxima saludarás como es debido, ya lo creo que sí.
La mano liberó la cerviz, quedando suspendida en el aire, parecía que hubiese arrastrado con ella todo el oxígeno que circundaba la gacha cabeza. Los oídos comenzaron a percibir un zumbido creciente. Los ojos, la nariz y la boca rozaban con su temblor el vacío más absoluto. Aliento desaparecido que tardaría horas en regresar, como siempre.
La amenaza aún pendía, satisfecha de su miserable poder, propiciando que un escaso aire helado lamiera la piel del cuello, bajo una cabeza que ardía de negras ideas. Todo preparado para recibir el último golpe: el escalofrío, los zumbidos, la mirada torva fija en la estúpida figura sobre el televisor. Todo preparado: la lengua presionando con fuerza el paladar y los ojos que se cierran, fuertemente apretados, para reprimir el incontenible vértigo de mearse encima. Hasta que, finalmente, unos pasos comenzaron a alejarse, dejando tras de sí un suspiro de trozos de alma machacados. Lo intentó, pero no pudo desaparecer.