Muchas palabras me vienen a la cabeza cuando pienso en Raymond Carver, el hombre que colocó el relato corto en una dimensión desconocida; es entonces cuando más envidio su maravillosa contención. Hay algo en ellos inquietante, enigmático, desde los propios títulos, una ironía desesperanzada, fría. Su paciente pluma hace salir a la luz, sin forzarlas, esas piezas que no terminaron de encajar en el complejo engranaje de las relaciones humanas; hurga en la soledad, el miedo, el deseo soterrado o la frustración. Se percibe la vulnerabilidad a flor de piel. No es realismo sucio, acaso cotidiano, y por eso más duro. Capta retazos de vida como tomados al azar y nos deja mirar a través de las cortinas antes de ocultar el desenlace, o simplemente dejarlo caer: él cuenta la historia, pero no tiene soluciones. Pone en liza la casualidad, lo fortuito, la anécdota, dejando así una sensación general quebradiza. Transmite fidedignamente la tensión, los compases de espera. Maestro en historias que son la superficie de muchos volcanes dormidos; la desesperación que va a emerger. El futuro inmediato es un animal acorralado que se mueve nervioso de un lado a otro bajo las losetas.
Su estilo queda definido por la observación meticulosa y su vocación esencial; una mirada intensa y perseverante, unida a un ritmo interno impecable, que puede ser frenético. Hay digresiones en sus relatos, pequeñas historias dentro de historias como “Póngase usted en mi lugar”. Derivaciones sorprendentes y a veces serpenteantes, que a veces terminan en vía muerta, pero siempre con la finalidad de enriquecer la sensación de lo narrado.
Escenifica con soltura situaciones concretas y describe pequeños gestos con una concreción milimétrica. Es cuidadosa su enumeración de cosas y hechos; detalles en apariencia superfluos conforman un clímax único y perturbador. Las escenas colectivas son ajustadas y ágiles. Hay retratos despiadados, a veces fulminantes; de un dramatismo duro y a flor de piel, pero también hay lugar para el humor como en “Catedral” o para el cinismo bukowskiano de “Vitaminas”. Los puntos de vista del protagonista (masculino o femenino), lo que percibe desde su situación física, lo que le martillea, sus movimientos y campo de visión, se alternan con el narrador omnisciente, entre ajeno y comprensivo.
Diálogos reales y frescos surgen de su escritura seca y lacónica espontáneamente, como sin intervención del autor; brotan entre ese implacable avanzar de frases cortas, cápsulas de información precisa, partes del rompecabezas. Carver consiguió aprehender hábilmente los intersticios de la gente de a pie, acariciar sus rugosidades, palpando los dramas de la clase trabajadora estadounidense, atendiendo muy especialmente a las relaciones de pareja, como granítica metáfora de la incomunicación, de la fragilidad ante el paso del tiempo: alquileres, desamor, mudanzas, hastío, alcohol, inestabilidad laboral, familias rotas…“Sin heroísmos, por favor” (Bartleby Editores, 2.005), recientemente traducido al castellano, apareció por primera vez en 1.991. Una recopilación de textos del escritor norteamericano llevada a cabo por su mujer, la escritora Tess Gallagher, y William L. Stull. Contiene algunos de sus primeros relatos y poemas (cosas tan sugerentes como “Galletas de Soda”), dispersos en multitud de publicaciones; así como críticas literarias, prólogos, introducciones, ensayos o una especie de “cómo se hizo” de algunos de sus relatos. Un libro que viene a completar sustanciosamente el legado del autor de “Catedral”. En tono directo y ameno, a veces confesional y siempre riguroso, nos habla de sus maestros (Chéjov o Hemingway), de su relación con el cine, de escritores noveles, de la amistad…; y se nos ofrece una muestra definitiva de su manera de entender la literatura (ese lirismo que imprime a las palabras cuando se refiere a su poesía); dejándonos además determinantes pistas acerca de su forma de trabajar. De entre los relatos encontramos “Tiempos Revueltos”, el primero que le publicaron, aquí se cuece el prosista inquietante (apoyándose en sucesos extraordinarios), aún lejos de su estilo y en pos de Faulkner, demorándose en las descripciones y buscando denodadamente la metáfora, sin haber solucionado la cuestión del ritmo. “Manzanas Rojas y Brillantes” es un retrato social, irónico, truculento y delirante, incluyendo esos juegos experimentales que el Carver posterior detestaría. Sin embargo, “El Pelo”, sí señala la senda futura. “El Cuaderno de Augustine” es un fragmento de novela que no llegó a más. Aquí escribe sobre relaciones a punto de quebrarse como tantas veces (“Si me necesitas, llámame”, “Qué queréis ver”…); y tiene como invitado especial el pavo de “Plumas”. Para el iniciado será una gozada, y atrapará sin remisión al amante de la literatura, sobre todo norteamericana.
Publicado en el nº229 de la revista Ruta 66.
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