Todo empezó cuando me dejé crecer la barba. Pasé tanto frío en octubre que me aseguré al menos de proteger mi rostro, mientras me lamentaba de que no creciese barba por todo el cuerpo, una barba firme, tupida y uniforme. Además, yo ya era un perro; bastante olvidado de todos e inoperante, pero un perro al fin y al cabo. Cuando llegué a Agujero, el frío azotaba mi cara, y la ventisca acompañada de ocasionales copos de veloz nieve golpeaba mi barba (que había salido blanca, blanca). Mis ojos estaban irritados y acuosos, tristes lagos de cieno rojo acumulado por el tiempo y los kilómetros. Mis botas militares, sin duda mi posesión más valiosa, aguantaban el tirón, ya ajadas y con el lustre de su negritud perdido. El reloj se había convertido en un pesado abrazo de hierro que ya no respiraba, pero que se resistía a romperse por más que golpeaba mi muñeca contra las paredes cuando desesperaba. Una inesperada superstición me impedía despojarme directamente de él, así que trataba de provocar un accidente. Al menos su total ineficacia me había procurado la capacidad de medir el tiempo casi con exactitud. El pantalón de chándal azul, que con seguridad conoció mejores tiempos en otro cuerpo, y el tres cuartos caqui, también de extracción castrense, aguantaban como yo mismo, titubeantes, como un pequeño milagro, respondiendo a una desconocida inercia.
Me acomodé en un banco para descansar y soltar el grueso e inútil petate, que era como cargar eternamente con mis restos, sin dejar que se fuesen desperdigando por ahí. Siempre que llegaba a un nuevo pueblo me tomaba unos treinta minutos de reflexión que generalmente no conducían a nada. Era un vacío como amable, un extracto de tiempo caracterizado por el vilo de una incierta esperanza y la paz que siente el desconocido justo antes de dejar de serlo. Mientras mesaba mi barba alguien me interrumpió, “no puedes estar aquí, lárgate”. Habiendo mirado únicamente las botas bien lustradas de mi interlocutor, supe que debía irme, al menos deambular por otra parte, sin preguntas. De pronto otra voz nos sobresaltó a las dos personas que teníamos en común calzar botas militares junto a aquel banco de la engalanada plaza. Un niño gritaba desde una ventana: "¡Ahí está mami, ha venido a traerme los regalos verdad, ahí estaaá, míralo, míralo mami!”. Tras el extraño incidente continué mi camino, cuatro minutos y medio después mi colega de calzado llegó asfixiado a mi altura y colocó su fuerte mano sobre mi huesudo hombro.
- Acompáñame.
- ¿Adónde?
- A comisaría. Puede que hayas tenido suerte.
¿Comisaría igual a suerte?. Una vez allí comprendí. La madre del niño de antes y su padre, a la sazón el alcalde, trajeados e impolutos, me miraron medio minuto en silencio antes de hablar.
- Queremos proponerle algo.
La idea era que me disfrazase en tres minutos de Papá Noel y le entregase al hijo de ambos sus regalos navideños; entonces, mientras aceptaba, recordé que estábamos a veinticinco de diciembre, frío diciembre.
No hubo tiempo de arreglarme demasiado, así que, con el añadido de un grueso y amable abrigo, una bayeta para que me limpiase apresuradamente las botas y las enormes gafas de sol del policía (mamá no quería que su hijo mirase esos ojos de cieno rojo) subí, acompañado de los padres y de dos policías municipales a la casa, colocaron cuidadosamente los regalos en una saquito y pasé a la habitación. Allí encontré a un niño tembloroso de la emoción, los latidos de su corazón provocaban breves saltitos del pequeño cuerpo en la cama. Me acerqué, acaricié su pelo tímidamente con manos que aún olían a bayeta y, diligente, le repetí con voz grave (“hable usted con voz grave, no lo olvide”) las palabras que la madre, autoritaria, me apuntaba por detrás, sacando lentamente los regalos del saco y ofreciéndoselos, sonriendo con algunos dientes tras las gafas de espejo. Cincuenta euros, una palmada y un abrigo viejo después, partí en pos de otros mundos, otros euros, otros niños y otros alcaldes... Y así hasta hoy.
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