El almuerzo estuvo bien, algo pesado quizá, pero sabroso. En una cazuelita de barro me fueron ofrecidos unos sesos de ternera cuyo bullir delataba su alta temperatura, hube de esperar un poco a que se enfriaran con un par de buenas copas de vino tinto. Entre el sopor del Ribera del Duero y el calor del hogar los sesos se disolvían gustosamente en la boca; esos sesos tan frágiles, rebozados en huevo y harina, generosamente envueltos en una salsa de espinacas y nata. Vino, sesos, pan algo tostado para mojar la salsa, tiempo silente que burbujea un poco antes de disiparse chimenea arriba; y espíritus nobles que se van aposentando en el estómago sin hacer ruido, nublando la vista y el oído con una ligera gasa ronroneante. Tras un escueto postre compuesto por un café de grano recién molido se imponía un descanso, una pacífica huída. Tapado hasta la barbilla me dejé invadir por la siesta, en una de esas sobremesas en que ella parece tomarte a ti, en vez de tú a ella.
Me fui, al tiempo que me hundía en la almohada, cerrando los ojos sumido en la pesadez mientras me parecía que me iba muy abajo. Abrí los ojos y vi un tembloroso suelo de verde hierba ante mí, volví la cabeza hacia arriba torpemente, como no pudiendo dominar completamente los movimientos del cuello, miré un cielo que se movía demasiado, nubes fugaces pasaron por mis ojos, que tropezaban con rayos de sol aquí y allá. Debía hacer frío ya que veía mi aliento como un humo blanquecino que inundaba mi campo de visión, pero yo no lo sentía. Observé a un hombre muy abrigado que andaba a buen paso delante de mí fumando y portando una vara, emitiendo ruidos casi sin mirar atrás, aunque me dio la impresión que se dirigía a mí, o a nosotros. Vi vacas a mi alrededor y ternerillos que trotaban, un bosque cercano, oscuro, como protegiéndome de todo sonido en ese mundo sordo. Me sentía bien, tranquilo, saboreé y mastique la hierba fresca y empapada de rocío, notaba el suave latir de mi corazón. Pataleé, rasqué la tierra con manos y piernas. Defequé con gusto, despreocupado y feliz notaba caer porciones de excremento que suavemente se deslizaban por mi esfínter en cantidad notablemente superior a la habitual, orinaba a placer. Me atreví a corretear y sentí una inédita sensación de fortaleza y libertad. Ganas de correr, frenarme, volver atrás y mirarlo todo.
Abrí los ojos, no sentía el más mínimo deseo de moverme, además temía alterar la calidez que me acunaba. Miré el reloj de la mesilla: cerca de las seis. Cerré los ojos al mismo tiempo que sentía que algo me despertaba, anduve en la oscuridad, empujado por algo, rodeado de terneros que me miraban sorprendidos desde sus inverosímiles ojos, con un punto de brillo lejano, como planetario, que era la única luz que percibía. Noté que subía precipitadamente por una trampilla, y después un traqueteo como de camión o tren. Estaba parado pero en movimiento a la vez. Un movimiento que ya nunca terminó.
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