Alfredo había comentado algo sobre la irregularidad de la pared, levantada toscamente con bloques de hormigón, como con prisas. Y es que la gente ya no construye bien, no termina las cosas con esmero. Aunque se trate de cercar una propiedad inicialmente poco valiosa, debe hacerse bien, ya que también forma parte de la estética de nuestro pueblo. Estando en la casa de campo de Rafa, el día que llevamos a los niños a la piscina para que se bañasen y estuviesen juntos, decidimos revestir el trozo de muro elegido con una consistente capa de pintura blanca. Hubo voces en contra; algunos temían, y no les faltaba razón, que tardaríamos mucho más tiempo, y que no era necesario complicarse la vida de esa manera. Pero finalmente nos inclinamos por hacerlo llevando a más gente. Si trabajamos rápido y en silencio tardaremos lo mismo y el efecto será mucho más impactante, expliqué mientras me encargaba de la barbacoa.
Así fue. Cuatro de los muchachos pintaron perfectamente organizados un rectángulo blanco de las proporciones que habíamos calculado, después yo fui señalando los espacios para cada letra. Por su parte, Anabel y Lourdes, dos buenas dibujantes de pulso firme, comenzaron su labor. Como habíamos votado después de los cafés, tras la insistencia de mi mujer y mi suegra, todo sea dicho, la primera y última letra las hicimos el doble de grandes, y el texto tomó una forma algo arqueada. Félix se quejó de que podía parecer un inocente y vulgar reclamo publicitario, pero yo, y creo que no me faltaba razón, le hice ver que chorreantes letras rojas sobre blanco ayudaban a la claridad de nuestro mensaje. Al terminar, recogimos todo velozmente y nos subimos a la furgoneta. Conduje hasta la rotonda para cambiar el sentido de la marcha, y, aparcados unos segundos junto a la acera de enfrente, leímos nuestro trabajo en silencio, ya un poco más relajados y claramente satisfechos: “Te conocemos, estás muerto”.
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