A las historias sobre consumo de drogas, como la propia autora señala, le han sido conferidos oscuros poderes por la cultura de nuestro tiempo. Las confesiones de quien dio ese paso siempre encierran un punto de fascinación y vértigo distinto al de otras vivencias; pero corren el riesgo de buscar la redención, convirtiéndose en un disimulado pero apretado abrazo a los valores imperantes, o de ser un púlpito autoindulgente desde el que pontifica, generalmente de forma sesgada, alguien que viene “del más allá”. Se centran con frecuencia en lo escabroso y se suelen poblar de antihéroes masacrados por El Sistema y las miradas grises de sus vecinos.
La escritora Ann Marlowe, heroinómana durante siete años, consigue burlar todos esos lugares comunes con naturalidad. Nos transmite su experiencia, y a través de ésta su visión de las cosas, utilizando esa etapa como detonante de múltiples ángulos de visión dentro de un punto de vista ya de por sí personal. Lo hace de forma fragmentaria (nosotros nos encargamos de montar la foto final), a base de entradas ordenadas por orden alfabético. Esta estructura evita tiempos muertos en la intensidad de lo narrado y dota de agilidad al libro, junto con la capacidad de concreción de la autora, entre otras cosas una gran observadora. No es un texto morboso ni epatante; tampoco es una justificación; se trata de una reflexión (a veces disección) exenta de dramatismo impostado, sincera, serena e inteligente, en la que se asoma sin rubor a su interior, escarba en sus recuerdos familiares y lanza teorías interesantes, curiosas e incluso controvertidas. Relata anécdotas, ironiza sin estridencias, y bucea en aquellos años tratando de explicarse a sí misma y el mundo que la rodea para acabar radiografiando la sociedad de su tiempo, como debe ser.
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