El otro día vi a Bono, cantante del popular grupo de rock U2, hablando en presencia de Rajoy
y Merkel a favor de España, pidiendo
por ella. Fue una imagen que me impactó. Que este eterno oportunista,
quintaesencia del capitalismo enrollado, se permita el lujo de interceder por
mi país, delante del presidente del Gobierno, ante el resto del mundo me dejó
aplanado, a la vez que reactivó mi rabia contra tantas y tantas sonrisas
congeladas de políticos patrios que han roído todo lo que les rodeaba con su
ineptitud, inmoralidad y dejación.
Lo anterior, aparte de indignarme, me lleva a
reflexionar acerca de la visión que se tiene en el exterior de lo que está
pasando en España. Sobre cómo se informa la gente al respecto. Imagino que esa
información se transmite de mil incontenibles maneras: unas sesgadas o
incompletas, otras verídicas, algunas interesadas. Lo cierto es que, en la
distancia, resulta difícil tener una idea clara de la situación concreta de un
país en crisis. Se suele bascular entre el interés limitado y los prejuicios,
siempre hambrientos, que devoran con avidez los datos negativos, cuanto peores
más sabrosos, en su constante necesidad de reafirmación. Por otra parte, desde
el país de origen (sobre todo cuando asoman situaciones dramáticas que puedan
servir de palanca), se tiende muchas veces a propagar el incendio (ya de por sí
lo suficientemente angustioso y difícil de sofocar) con la esperanza de favorecer
algún tipo reacción internacional, de cambio político. Esto es lo que me vino a
la cabeza ante la lectura en las redes sociales y algún foro, de comentarios,
mayormente realizados desde fuera de nuestras fronteras, pero a veces alentados
desde aquí, que hablan de la obligación de estudiar religión en los colegios
españoles a partir de la LOMCE, algo del todo falso, aunque no dudo que ese es
el deseo último y la auténtica batalla de la Conferencia Episcopal, siempre
blandiendo el Concordato con la Santa Sede.
El tema me toca de cerca, como a tantísimos padres.
Tengo un hijo de tres años que cursa primer año de infantil en un colegio
público. No recibe clases de religión y, hasta donde yo sé, nadie tiene el más
remoto poder para obligarle a ello. No estoy de acuerdo en absoluto con muchas
de las cosas que contempla esta enésima Ley de Educación, como que la nota de
algo tan subjetivo como la materia de Religión haga media con las demás y
cuente para todo como cualquier otra asignatura. Más que nada porque detesto la
influencia de la Iglesia, de cualquier religión, en el orden social; detesto
que una organización que no representa para nada a un porcentaje muy
significativo de la población, pueda inmiscuirse, sea de la forma y con la
intensidad que sea, en la manera de vivir su vida, conducirse por el mundo y
afrontar sus decisiones.
Dicho esto, considero que la manipulación (a
la que tanto nos estamos acostumbrando) siempre acaba por tener un efecto
perverso en la vida de las personas. Venga del Estado, de los medios o de
nosotros mismos. Ese mentir recurrente e interesado, esa tergiversación, van conduciéndonos
al autoengaño y enquistando los problemas, embarrando la realidad hasta
convertirla en una ciénaga de equívocos por la que se hace difícil avanzar,
llegar a acuerdos prácticos y comunicarse. Como una noria de desconfianza y
odio incapaz de detenerse, de ver algún tipo de luz. Sin olvidar que en este
campo de la manipulación y la mentira, siempre, siempre, acaban imponiéndose
los poderosos.
En las relaciones de la ciudadanía con el Gobierno
de turno es natural estar en desacuerdo, y en ese caso me parece el ejercicio más
saludable y necesario criticarlo, marcar estrechamente sus actos y decisiones,
denunciarlos a los cuatro vientos. Exponer y analizar las posibles
consecuencias de esas decisiones o actitudes. Proponer alternativas, concienciar,
convocar manifestaciones, actos de protesta, huelgas, etc. Pero exagerar los
datos o mentir como estrategia para favorecer el desprestigio y la caída de un
gobierno cuya actuación consideramos nociva, no creo que sea el mejor camino. Soy
consciente de que en tiempos de crisis como los que vivimos, las voces
ponderadas son con frecuencia acusadas de acomodadas o incluso tachadas de cobardes.
Pero sacarle punta a los desastres que se padecen es tirar piedras sobre el
propio tejado.
Pienso que la premisa para superar la profunda
crisis de confianza que nos asola parte de luchar por conocer la realidad de
las cosas, no de participar en la confusión. Se trata de actuar con veracidad y
rigor en la exigencia de la verdad. Para acceder a un proceso definitivo de
maduración general y de convivencia no necesitamos un Ignatius Reilly en cada esquina.
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