Me
mirabas con ojos expresivos y acogedores mientras apretabas mi muñeca con la
mano delgada y fuerte de siempre. Me emboscaste en la acera fría con grandes ojos
sofá, prestos a recibir mi dolor. A comprender y animar. Pero ya no había dolor,
solo cierto desasosiego y prisas por largarme. Habían pasado quince años. Y ya
sabemos que eso en España es mucho: da tiempo a planear cuatro o cinco
revoluciones. Tus ojos buscaban restos de rencor en mi interior, como las manos
que repasan la cajonera una y otra vez, una y otra vez; buscando algo que
sospechan perdieron en la calle. Tus manos por mi cajonera vacía. Los azules de
nuestros ojos fundiéndose en el absurdo de las miradas que se sostienen para
mostrar bien altas las banderas, entre muecas y respiraciones que siempre circulaban
a distinta velocidad.
Logré
despedirme y vengarme levemente de ti atizándote un par de besos sociales de
esos que no se llegan a producir, o que si se dan se dan al aire, consistentes
en un levísimo roce de mejillas. Cuando eché a andar me lanzaste la pregunta
bola que supuse llevaba años rodando por tu cabecita. Querías saber por qué,
tras todas las lágrimas que vertimos (vertí) durante los días anteriores a
nuestra (tu) ruptura, en el momento de la despedida, me mantuve tan sereno y
comprensivo. Contesté algo televisivo, tipo asumir o afrontar como personas
civilizadas los acontecimientos. No te dije, porque probablemente no lo
creerías y yo no podría explicar la razón, que el dolor se convirtió en
sensación de libertad y nuevas expectativas cuando separaste los labios para
decir adiós y tus dientes estaban manchados de carmín.
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