29 mayo 2015

CARMÍN

Me mirabas con ojos expresivos y acogedores mientras apretabas mi muñeca con la mano delgada y fuerte de siempre. Me emboscaste en la acera fría con grandes ojos sofá, prestos a recibir mi dolor. A comprender y animar. Pero ya no había dolor, solo cierto desasosiego y prisas por largarme. Habían pasado quince años. Y ya sabemos que eso en España es mucho: da tiempo a planear cuatro o cinco revoluciones. Tus ojos buscaban restos de rencor en mi interior, como las manos que repasan la cajonera una y otra vez, una y otra vez; buscando algo que sospechan perdieron en la calle. Tus manos por mi cajonera vacía. Los azules de nuestros ojos fundiéndose en el absurdo de las miradas que se sostienen para mostrar bien altas las banderas, entre muecas y respiraciones que siempre circulaban a distinta velocidad.


Logré despedirme y vengarme levemente de ti atizándote un par de besos sociales de esos que no se llegan a producir, o que si se dan se dan al aire, consistentes en un levísimo roce de mejillas. Cuando eché a andar me lanzaste la pregunta bola que supuse llevaba años rodando por tu cabecita. Querías saber por qué, tras todas las lágrimas que vertimos (vertí) durante los días anteriores a nuestra (tu) ruptura, en el momento de la despedida, me mantuve tan sereno y comprensivo. Contesté algo televisivo, tipo asumir o afrontar como personas civilizadas los acontecimientos. No te dije, porque probablemente no lo creerías y yo no podría explicar la razón, que el dolor se convirtió en sensación de libertad y nuevas expectativas cuando separaste los labios para decir adiós y tus dientes estaban manchados de carmín.

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