Estas fechas electorales me suelen
trasladar a aquellos excitantes momentos de mi niñez en que las elecciones lo
envolvían todo, lo empapelaban todo, y parecía que iban a cambiarlo todo. La
jornada de reflexión se convertía en un día emocionante y silencioso en el que
todo el mundo, de una forma u otra, hacía como que estaba reflexionando,
arrastrando a la vez una sensación de cierta ansiedad y de leve resaca. Decían
que a partir de las cero horas del día anterior a
las votaciones empezaba y, justo hasta ese momento, los partidos lo llenaban
todo con el estruendo de sus mítines-concierto y sus últimas sacudidas a esa
gran caja de cartón llena de votos que es para ellos la ciudad. Luego a las
doce todos desaparecían. Solo quedaban los que permanecerían para siempre; los
más recalcitrantes de entre la militancia militar, los más procaces, los que
comenzaban a divertirse comprobando las imperfecciones del promisorio sistema
democrático. Pasaban con sus vehículos desprovistos de carteles y megáfonos, a
las 00.15, en plena jornada de reflexión, derrapando por cualquier calle y
lanzando entre risas por las ventanillas las últimas octavillas que les
quedaban. Huían dejando un olor a gasolina y desilusión.
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