15 noviembre 2016

LA FLOR

La pareja sentada en la terraza de la cafetería parecía esperar a alguien. Estaban naturalmente distantes, perfectamente aclimatados a su inmovilidad, situados lo más lejos posible el uno del otro. Parecían estar esperando algo, pero cada uno miraba en una dirección distinta. Aguardaban sin mover un músculo, sin fe; mas no daban la impresión de esperar lo mismo. El rostro de ella tiraba hacia abajo, iba cerrando sus puertas. Se mostraba decaído, anhelante dentro de su quietud. Se marchitaba calmosa e irremisiblemente, encogiendo levemente los labios, acercando los ojos hundidos en el fondo del precipicio, contrayendo las mejillas. La pareja apelmazaba la tarde, la enfriaba, la agrietaba. Parecían dos bombas sin mecha. Dos duelistas enfrentados que habían perdido súbitamente la memoria, pero que, por alguna razón, se sabían enemigos. Él, entonces, rompió la bruma que lentamente los envenenaba como si fuese un cristal y propuso hacerle una fotografía. Ella sonrió vacilante, dubitativa, descolocada. Su cara se fue relajando y aceptó. Anduvo unos pasos dándole la espalda y se volvió de pronto, convertida en flor. Se apoyó con una mano en una de las patas del caballo de la gran estatua ecuestre e hizo la señal de la victoria con la otra. Él comenzó a rondar cerca de ella en cuclillas, interpretando una danza que en otro tiempo rezumó complicidad y deseo. Ella se había vuelto hacia él retadora, con rubor creciente y ojos que brillaban y parecían bailar desorientados en sus añosas cuencas. Movió su trasero burlona, como si ya no estuviesen solos, y ensayó una sonrisa amplia que la volvió increíblemente hermosa, como si se hubieran abierto de una vez todas las cortinas de una casa abandonada y llena de recuerdos y sueños a medio colocar. Elevó la cara, mostró levemente la lengua y se tocó, aniñada y aún un poco turbada, el pelo corto color caoba. Posó radiante unos eternos segundos mientras él, ya de pie y dándole la espalda, comprobaba encorvado el objetivo de su cámara y hablaba para sí, lamentándose de algo, pensando en otra cosa, chasqueando la lengua, perdiendo la energía, odiando el crepúsculo o el morder del frío húmedo en sus huesos, o quizá la inseguridad de unos dedos inseguros faltos de voluntad. Por un momento, pareció haberse olvidado completamente de ella, que mantenía su gesto altivo, las ventanas abiertas de su atractivo. Sus ojos vivos. Su ilusión restallante. Sus mejillas tirantes. Su tersura renacida para quedar atrapada para la posteridad. Cuando por fin se decidió a fotografiarla, ella estaba sentada en la base de la estatua, consultando su móvil. Ahora ya todo había desaparecido.

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