La pareja sentada
en la terraza de la cafetería parecía esperar a alguien. Estaban naturalmente distantes,
perfectamente aclimatados a su inmovilidad, situados lo más lejos posible el
uno del otro. Parecían estar esperando algo, pero cada uno miraba en una
dirección distinta. Aguardaban sin mover un músculo, sin fe; mas no daban la
impresión de esperar lo mismo. El rostro de ella tiraba hacia abajo, iba
cerrando sus puertas. Se mostraba decaído, anhelante dentro de su quietud. Se
marchitaba calmosa e irremisiblemente, encogiendo levemente los labios,
acercando los ojos hundidos en el fondo del precipicio, contrayendo las
mejillas. La pareja apelmazaba la tarde, la enfriaba, la agrietaba. Parecían
dos bombas sin mecha. Dos duelistas enfrentados que habían perdido súbitamente
la memoria, pero que, por alguna razón, se sabían enemigos. Él, entonces, rompió
la bruma que lentamente los envenenaba como si fuese un cristal y propuso
hacerle una fotografía. Ella sonrió vacilante, dubitativa, descolocada. Su cara
se fue relajando y aceptó. Anduvo unos pasos dándole la espalda y se volvió de
pronto, convertida en flor. Se apoyó con una mano en una de las patas del
caballo de la gran estatua ecuestre e hizo la señal de la victoria con la otra.
Él comenzó a rondar cerca de ella en cuclillas, interpretando una danza que en
otro tiempo rezumó complicidad y deseo. Ella se había vuelto hacia él retadora,
con rubor creciente y ojos que brillaban y parecían bailar desorientados en sus
añosas cuencas. Movió su trasero burlona, como si ya no estuviesen solos, y ensayó
una sonrisa amplia que la volvió increíblemente hermosa, como si se hubieran
abierto de una vez todas las cortinas de una casa abandonada y llena de
recuerdos y sueños a medio colocar. Elevó la cara, mostró levemente la lengua y
se tocó, aniñada y aún un poco turbada, el pelo corto color caoba. Posó
radiante unos eternos segundos mientras él, ya de pie y dándole la espalda,
comprobaba encorvado el objetivo de su cámara y hablaba para sí, lamentándose
de algo, pensando en otra cosa, chasqueando la lengua, perdiendo la energía,
odiando el crepúsculo o el morder del frío húmedo en sus huesos, o quizá la
inseguridad de unos dedos inseguros faltos de voluntad. Por un momento, pareció
haberse olvidado completamente de ella, que mantenía su gesto altivo, las
ventanas abiertas de su atractivo. Sus ojos vivos. Su ilusión restallante. Sus
mejillas tirantes. Su tersura renacida para quedar atrapada para la posteridad.
Cuando por fin se decidió a fotografiarla, ella estaba sentada en la base de la
estatua, consultando su móvil. Ahora ya todo había desaparecido.
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