JOSÉ IGNACIO LAPIDO “El alma dormida” (Pentatonia,
2017)
“CRUCE DE CAMINOS, NOS EQUIVOCAMOS”
El título de este humilde texto condensa, a mi
parecer, las mejores cualidades del Lapido
letrista: evocador siempre con un pie a tierra, genuinamente irónico a la hora
de enfrentar dudas y asimilar certezas. Se agradece que en la portada aparezca caminando
tranquilamente, paseando su perplejidad de ciudadano, como lo haría por
cualquier calle, sin necesidad de llevar el estuche de su guitarra, como
gritando: “miradme, soy un trovador”.
Cada disco de José Ignacio Lapido se me antoja una
pequeña ciudad. Un lugar nuevo que se va poblando de viejos conocidos tras cada
escucha. Me gusta pasear por esas callejuelas que son sus letras, dejarme
imbuir por sus imágenes, que terminan siempre fundiéndose con las mías, o doblar
las esquinas de evocaciones arrasadoras que espolean mis recuerdos. Toparme con
algunas verdades. Rodearme de sus personajes, aun sabiéndome caminando solo. Reflexionar
sobre sus reflexiones, escuchar su eco admonitorio. Ir masticando retazos de la
realidad y sus despropósitos entre enredaderas de dobles sentidos y metáforas
definitivas. Sentirme mecido en interrogantes. Percibir, escucha tras escucha,
el proceso de solidificación de frases memorables que se alojan para siempre en
algún lugar de la memoria. Subir cuestas o dejarme ir por recodos y sinuosas calles
sombrías, con la seguridad de que terminarán por desembocar en la placita
soleada de un gran estribillo. Y vuelta a empezar: avanzar, descubrir, tararear,
dejarse ir…
La música juega sus cartas con pericia, esquivando
la rutina y la linealidad sin artificios, calcos o estrambóticas coartadas; creo
que en buena medida gracias a la participación en los arreglos de Raúl Bernal. Abundan los pequeños detalles,
perfectamente ajustados a la maquinaria compositiva, dentro de otro ejercicio
de sobriedad sonora, que no parquedad. Arreglos tan imaginativos y estratégicos
como prudentes y medidos, que buscan realzar sin restar protagonismo a lo
importante, que expanden, perfuman y dotan de relieve. Gozosos subrayados. Nada
compromete un estilo macerado disco a disco, tan propio como irrenunciable. Lapido
no corre riesgos, no siente la necesidad de ensanchar su sonido al albur de
nuevas y fugaces tendencias, ni siquiera abraza sin condiciones sonoridades que
le son más cercanas. A estas alturas, todo pasa por un tamiz bien definido.
Nunca ha caído en la tentación de ocultarse tras un personaje, ni se ha conducido
por el mundo del rock como recién caído de una canción de Dylan. El autor se comunica, porque aún tiene cosas que decir, a
través de caminos sonoros ya familiares: cuidadas armonías, exquisitez
melódica, rotundidad y una idea de la gravedad expresiva más desnuda que
pomposa.
Destacan la vibrante efectividad de “Nuestro trabajo”, templada con piano y palmas, el mecido melódico a lo Byrds de "La versión oficial", la vigorosa profundidad de “Lo que llega
y se nos va”, o el tramo espolvoreado de country, más crepuscular que
festivo, de la magnífica “No hay prisa
por llegar”, “Estrellas del
purgatorio” y “Enésimo dolor de
muelas”. Por cierto, se recomienda bucear con calma en “Escalera de incendios”.