La muerte de Grumo me sorprendió una noche color pizarra. Sentí como un leve quebranto en el estómago ante la noticia mientras mi mente permanecía vagando por las pausadas aguas del alcohol. Más tarde, al volver a casa, atravesé las calles que habían gastado sus pies, siempre en pos de resguardo o delirio. Al enfilar la calleja que lleva a la gran plaza iluminada lo vi riendo y arrancando su moto de pequeña cilindrada, llamando a una chica por su nombre que corría risueña a su encuentro o exigiendo un cigarrillo a cualquier viandante indefenso que se acercase. Mis púberes ojos trataban de medir su estatura en aquellos tiempos, y su poder inconmensurable en medio del ajetreo de la mañana soleada.
Al final de aquella plaza estaba mi casa, sin embargo, ya con las llaves en la mano, seguí avanzando hasta la siguiente, la de la catedral, más antigua, y unida a ésta por un sistema de complicadas callejas cuyo tumulto sólo desaparecía a horas tan avanzadas como aquélla. Allí estaba él otra vez, bravonel y pendenciero, comprando, cambiando o vendiendo; cada vez más delgado pero sonriente y seguro de sí mismo, confundiendo siempre amabilidad con debilidad. Eran las primeras horas de esas noches que nunca cumplían sus promesas, pero a las que yo acudía excitado por sus llamadas, preguntándome tras las gruesas cortinas de mi timidez cuándo sería como él, cuándo conocería a tanta gente, cuándo todos me invitarían a sus conciliábulos.
Al toparme con la catedral me sentí zarandeado por un frío surgido a la vez de todas las bocacalles. Me vi de pronto en mitad de una intranquila encrucijada de calles y posibles destinos, esforzándome en saber dónde estaba y por qué estaba allí. Pensé, entonces, que a veces llega el momento de mirar atrás y creemos que viene demasiado pronto, sorprendiéndonos sin ganas de volver sobre nuestros pasos. Es la llamada tenue y amable de una conciencia que empieza a intranquilizarse porque su mirada siempre avanza un poco más allá que nuestra obcecada vitalidad. Al llegar a la primera encrucijada, aún soleada y amable, las calles que dejamos a nuestra espalda son las primeras descartadas, vamos hacia delante mirando únicamente nuestros pies, nuestros pasos, con la cabeza gacha, sin poder parar.
Quise salir de aquel barrio cuanto antes y me decidí por la calle del mercado de abastos, situado ya al borde de una amplia e iluminada avenida de reciente construcción. Al doblar una de las esquinas de aquel viejo edificio lo volví a ver, con su sonrisa siempre presente, pero ya desdentada y limitada a agradecimientos y súplicas, hablando al oído de los que se incorporaban con el alba a sus puestos en el mercado, enterrada ya su voz estentórea; su pecho perdido y los brazos lacios por debajo de la cintura, con las manos tímidamente abiertas acariciando el aire y aferrándose, desesperadas y pillas, a todo aquello que sus dedos rozasen. Taciturno, nocherniego y medio estafermo, arrastrando pies y espera mientras miraba de reojo todas las calles que ya se quedaron atrás y, muy de frente, la cercana solución a la encrucijada.
Anduve atenazado por una creciente sensación de temor y soledad. Recorrí las calles a buen ritmo al encuentro de mi refugio, contento de conocer bien al menos ese camino. Cuando mi paseo concluía, supe que la consideración de una vida depende del futuro que se vea en ella. Todas las sensaciones, todos los pensamientos que alguien pueda provocar se van reduciendo conforme lo hacen sus posibilidades de terminar como es debido. De tal modo, que un día desaparecen sin dejar tan siquiera el rastro de las huellas de sus pisadas. Como unos invitados pesados. Como un hueco ambulante.
2 comentarios :
grumo :)
buena!
¿por qué Grumo?
Publicar un comentario