La chupa era tersa, brillante, esbelta; merecedora sin duda de pasear sola por la calle sin necesidad de ajustarse a ningún cuerpo; volátil, libre, animosa y emprendedora. Eso me vino a decir Ana cuando la colgué por primera vez en el armario: "así está más bonita".
Yo también lo creía en el fondo. Cuando me enamoré de ella la portaba alguien que sí la merecía, alguien cuyo cuerpo tenía el mérito de no perturbar su belleza. Aquel fue nuestro primer encuentro cara a cara, allí se produjo el viento fugaz del flechazo mientras los focos del escaparate provocaban el resplandor de sus cremalleras. La atracción, sin embargo, había nacido tiempo atrás, cuando la veía por todas partes con delicadas figuras femeninas o espigadas y taciturnas presencias masculinas embutidas en ella.
La emoción que sentí en el momento que pagué por ella duró poco. Al colocármela, aparentando un acto sin importancia, rutinario, el lascivo olor de su cuero me impregnó de confort y seguridad en mí mismo; pero algo no cuadraba, al ir a introducir mis manos en los bolsillos, éstas penetraban a duras penas por el estrecho resquicio que el volumen de mi vientre dejaba libre. Al lograr meter los puños, la presión con que éstos castigaban la apretada cavidad, provocaba que sus formas se apreciaran nítidamente desde fuera, como dos inesperados salientes deformes de mi barriga. Siempre había soñado con hundir las manos en las calientes entrañas de aquella prenda, hasta hacerlas desaparecer de la vista de todos, tal y como vi tantas veces hacer.
Ana tenía razón: "la chupa, al estarte tan justa parece redondeada, pierde, pierde...". Sí, perdía, perdía toda su esbeltez innata, toda su fuerza orgullosa y soberbia, toda su presencia. "...pierde, y sobre todo pierdes tú, pareces más pequeño aún, parece que no tienes para comprarte algo que te quede bien, que te la han prestado, a ti te conviene...". Sí, ya, ya, a mí me convenía una generosa rebeca, o una amplia chaqueta, o...
A pesar de todo conseguí mantenerla junto a mí un par de inviernos, hasta que el desgaste empezó a corroer la tersura de su piel. Había perdido parte de su fulgor, pero eso la hacía parecer más interesante, más vivida; su belleza no se marchitó, simplemente cambió. Rostro ajado de urbana experiencia.
El adiós se cernía sobre nosotros, lo presentía. Ana lo dijo: "pruébate esta chaqueta, por lo menos la podías alternar con la chupa". Así hasta que un día desapareció del armario sin dejar rastro, Ana la había donado a no sé qué organización.
Pasado el tiempo, y resignado a las chaquetas de paño, una vez me crucé con ella por la calle; estaba gastada por la lluvia, roída, descolorida, pintarrajeada; pero algo en su inconfundible semblante la hacía parecer más joven, había recuperado su actitud desafiante y rebelde. Avanzaba rápido, cada vez más rápido, y no tardó en perderse corriendo por una maraña de callejones. La policía la perseguía, la gente la perseguía, yo la perseguía; hasta que una detonación que se me antojó lejana, perdida y ausente la clavó contra una pared, dejándola allí, despidiéndose con las mangas en cruz, y...tan esbelta.
2 comentarios :
Simbólico, como poco.
Atracción letal... en qué habría cambiado "nuestro amigo" de haber seguido llevando la chupa unos años más? el espíritu del cuero habría ejercido su influencia sobre el tipo, estoy seguro.
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