10 diciembre 2006

PROHIBIDO FUMAR

Pasó casi rozándome, presuroso, acababa de obtener un cigarrillo de alguien en la calle helada y casi desierta, y jugaba ilusionado con él balanceándolo entre sus dedos. Al volverse hacia mí aún mantenía restos de la sonrisa agradecida que dedicó al generoso transeúnte. Vestía ropa de trabajo, botas, mono, parecía recién emergido de una catacumba donde estuviesen haciendo una obra milenaria. Por su aspecto y su gesto entre alerta y distraído me pareció extranjero. Se dirigió hacia la panadería que había enfrente, sus labios sostenían el cigarrillo, recientemente encendido, aún no tomado por la ceniza, lo saboreaba expectante. Al ir a entrar a la panadería, un cartel con una cruz sobre un humeante cigarro superó cualquier tipo de barrera idiomática y le obligó a pararse en seco. Pensó durante unos segundos, acompañando ese palpitar mental con dubitativos movimientos corporales. Por alguna razón, acaso la inercia que le impelía a entrar de inmediato en la panadería, optó por una decisión arriesgada: en vez de fumar tranquilamente el que parecía su último cigarrillo, decidió que éste lo esperase fuera. Con él aún entre los labios, contó las monedas que le quedaban y entró, no sin antes colocar cuidadosamente el cigarrillo sobre la generosa planicie que ofrecía el rodapié que rodeaba una columna colocada junto a la entrada del establecimiento. Pasaron los segundos, la noche se decidió a desplegarse aburridamente sobre nosotros y las luces del interior de la panadería se encendieron como cumpliendo un acuerdo tácito. El pitillo esperaba consumiéndose lentamente cuando vi a su dueño abrir presuroso la puerta de la panadería. Antes de salir, rectificó y cedió el paso a una señora elegantemente vestida, acompañada de la que parecía ser su nieta, diminuto ejemplo a su vez de elegancia invernal. Ésta, después de agradecer cortésmente el gesto del obrero, pisoteó entre mohines de asco el humeante cigarro que esperaba sobre el rodapié, parecía que se enfrentaba a un ciempiés que no dejara de reproducirse. Incluso su abuela hubo de intervenir para tranquilizarla. Mientras, el obrero, súbitamente fantasmagórico, se deslizó calle abajo tras observar perplejo la escena, a la vez que algo asustado. En aquel momento volvieron a mí unas terribles ganas de fumar y expulsar mi humo sobre todas las cosas.

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