Estaba sentado en la oficina gris ante la
pantalla de mi ordenador, rodeado de carros repletos de carpetas, observando
pautas y archivando expedientes, anotando trámites, buscando soluciones en
cajones; así hasta que miré por la ventana y algo llamó mi atención. Había una
larga fila de ordenados caballetes en la plaza cercana. Decenas de niños uniformados
dibujaban en silencio mientras el profesor revisaba su teléfono móvil. La
inspiración parecía llegar del entorno: la fuente del parque, árboles,
perspectivas, bancos, etc. Uno de ellos pintaba otra cosa, una cara como de
cómic o algo así, con una gran sonrisa y unos ojos enormes y vivos; utilizaba
muchos colores, en contraste con los lápices y carboncillos de sus compañeros.
Otro de los chicos, algo más alto que los demás, apareció por detrás y comenzó
a increparle, dándole palmadas en la cabeza ante las risitas cómplices del
resto. Finalmente cogió uno de los rotuladores de colores y atravesó uno de los
ojos del dibujo, dejándolo allí clavado. Por sus gestos, me pareció entender que
quedaba totalmente prohibido tocar ese rotulador, algo que provocó comentarios
entre los alumnos, cada vez más excitados. El niño parecía tranquilo, distinto,
acorazado diría yo. Rebuscó en su bolsa y sacó papeles de periódico que
manipuló y dobló hasta conseguir un cilindro que se dedicó a pintar de diversos
colores ante la mirada curiosa de los otros. Sin llegar a rozarlo, con ese
artefacto cubrió el rotulador, que parecía ahora un cohete espacial; después
trazó un círculo alrededor de la cara que había pintado y lo adornó de otros círculos,
líneas y trazos, quedándole una especie de planeta sonriente. El conjunto me
recordó lejanamente algo como de la niñez, pero no sabría decir qué.
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