Recuerdo las clases de religión del colegio. Año
tras año hubo de todo, desde maestros que se contagiaban de nuestros bostezos y
mentían impunemente, pudiéndose oler a la legua lo poco que les importaba todo aquello,
más allá de tratarse de un puesto de trabajo, hasta sacerdotes que venían de
paisano para adaptarse mejor al medio y que mentían interesadamente,
despidiendo un olor entre aséptico y agrio, un aroma a pasado insondable y confesionario
vacío.
En medio de ambos tipos se situaba ella, con
su carita de catequista. Sonreía con frecuencia, enarcaba las cejas y levantaba
ocasionalmente las manos al cielo, elevando así un poco su sempiterna rebeca
azul. Parecía inofensiva, casi pedagoga. Amaba los zapatos y el orden. Se ponía
de puntillas y a veces daba saltitos, como si estuviese orinándose, para
remachar alguna consigna. Te miraba a los ojos y atacaba tus dudas no
expresadas parapetada tras una sonrisa hospitalaria. Te hacía sentir culpable
para acto seguido ofrecerte silabeando la forma de redimirte. Entrelazaba tiernamente
sus manos, aunque cuando se alteraba los dedos temblaban y parecían a punto de
romperse unos a otros.
La cosa es que sus clases me interesaban. Cuando
asistía los domingos a misa con mis padres apenas me enteraba de nada, y a
veces incluso me dormía, pero su mensaje me llegaba mejor. Para mí la religión
era, como toda tradición heredada y no elegida, un lejano sello de pertenencia,
acaso un bondadoso decorado de cartón piedra pensado para rodear la frágil desnudez
que nos acompaña hasta la muerte; un saloncito imaginario, aburrido, caldeado,
con personas muy viejas sentadas aquí y allá susurrándote algo que no terminas
de escuchar. Me gustaba la cadencia de las palabras manidas de mi profesora, que
conformaban un largo cuento dulce y sin aristas; las frases hechas, que ofrecían
soluciones inmediatas ante cualquier contingencia; el tono paciente y paternalista,
y aquella intensificación instantánea cuando la enfadaban los periódicos, que
la hacía enrojecer de ira y apretar los dientes con rechinar militante,
consiguiendo que algunas palabras parecieran chispear.
Pero el cuento se intrincaba. Nos trataba
como a niños pequeños. Nos infundía resignación. Toda la complejidad del mundo,
el pesar que poco a poco iba acumulándose en nosotros conforme crecíamos, se
diluían entre la levedad de sus labios de vendedora. Adoctrinaba sin recato,
barría cualquier incertidumbre desde sus gafas doradas mediante razonamientos
acartonados. Solo admitía la reflexión como el ejercicio autocomplaciente de
girar alrededor de una única verdad con el fin abrazarse más a ella tras cada
vuelta, cerrando fuertemente los ojos, percibiendo todo lo demás como sinónimo
de soledad, incomprensión o intemperie. Realmente era espeluznante, más que lo
que afirmaba, todo lo que negaba u obviaba. Todas las opiniones y parcelas de
la vida que tachaba con tan rutinaria seguridad. Nos empujaba a pensar y sentir
en una única dirección, y bordeaba cualquier obstáculo que la realidad le
planteará culpando a los demás de otros males mayores y justificando lo
injustificable con vanas excusas, ablandando para ello su firmeza habitual.
Solo existía un camino, y la vida debía adaptarse a él, simple y llanamente. Reconocía
vagamente los errores de su fe y pasaba el resto del tiempo machacando y
detallando los de los demás. Criticaba ferozmente nuestro pequeño egoísmo
mientras adoraba cobarde e indisimuladamente en los pasillos a los padres de
alumnos más poderosos.
Pronto comencé a sentirme asqueado ante esa
herramienta invisible de doble moral que subrepticiamente colocaban en mi mano.
La clase era, cada vez más, un vacío ejercicio de falsedad e hipocresía, incapaz
de ofrecer respuestas razonadas ni de formar mejores personas. No se nos
ayudaba a reunir unos sólidos principios éticos desde lo que construir nuestra
vida en la responsabilidad y la libertad. Solo había promesas, medias verdades,
manipulación, insinuaciones, amenazas, chantajes emocionales, miedo. Un
conjunto cuya misión final consistía en ser la arena que taponase nuestros
oídos a otras opciones, que nos mantuviese inanes mirando el reloj el resto de
nuestra existencia en espera del recreo. Se argumentaba y alentaba nuestro
lugar gregario en el mundo, se achicaban nuestros horizontes. Se nos educaba,
en fin, para aceptar sacrificios y encajar injusticias.
Cuando acabó aquel curso salí huyendo de la
religión; experimenté un gran alivio y, durante un tiempo, viví en la ilusión
de que jamás volvería a sentir esa sensación.
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