George V. Higgins
“Los Amigos de Eddie Coole” (“The Friends of Eddie Coyle”. Traducción de Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté. Libros del Asteroide,2.012)
Nos encontramos
ante una obra eminentemente coloquial (yo añadiría gestual), que avanza a golpe
de diálogos acotados por los diferentes capítulos. Diálogos que saben ser juego
de tensiones aun cuando se ofrecen exentos de gravedad (la vida simplemente es
así, cada uno mira por lo suyo, lo tomas o lo dejas). Surgen de la vuelta de la
esquina que es el día a día de los protagonistas, siempre entre el filo y la
rutina; amodorrados, sin estridencias, basados en anécdotas, advertencias, curiosidades,
consejos acerca de coches, comidas o sobre la mejor manera de tratar a las
mujeres; amontonando digresiones, explicaciones no requeridas, rodeos y dobles
sentidos; reflexiones inesperadas, cábalas o reproches. Están protagonizados
por personajes para los que la acción es parte del trabajo y que se explican a
su manera, sin impostación alguna, con ganas de charla y sin un gramo de
grandilocuencia. Todo fluye natural, y así se abre y se cierra la trama,
filtrándose y creciendo entre abruptas comparaciones, acidez, ironías como
peñascos y frases lapidarias. Las descripciones son fieles al género negro más
cortante: rápidas, fotográficas, eficaces; marcos suficientes que solo
pretenden situar a lector. No te dejas llevar, simplemente estás allí, tomando
café o un grasiento sándwich de queso con tipos que vienen y van, en el fondo
no tan distintos de ti; que no se hacen los duros, no lo necesitan. Es más, son
confiados a su manera, se permiten mostrar ingenuidad o cierta debilidad,
llegado el caso. Su cotidianidad consiste en jugar constantemente con fuego,
andar en asuntos susceptibles de torcerse en un segundo y buscar su suerte
hasta que esté definitivamente echada. Todos se conocen y saben perfectamente
que solo se trata de negocios y que cualquier cosa puede pasar en cualquier
momento. Novela negra es el espacio vital que ocupan en un mundo como el suyo,
en el que todo parece relativizarse un poco más rápido y girar al capricho
afilado del azar y los intereses inmediatos. El asunto se va cocinando en un humor
sardónico (desde el mismo título) que destila cinismo humeante. Entre los
diálogos, agachado para evitar aparecer en el plano, el narrador se cuela para ponernos
mínimamente en situación, nos enseña la foto, siempre bordeando ese magma
candente de la historia, que vive en las conversaciones. La narración (no
exenta de giros y clímax) solo se pone ágil y resolutiva en momentos concretos,
cuando es necesario y la historia pide un cambio de marcha. Higgins pasea la mirada y cuela algún
comentario social, tan perezoso como intencionado. Pero la conclusión final de
este observador privilegiado de lo que cuenta es desalentadora y brutalmente
real.
Publicada en 1.970, fue la primera novela de George V. Higgins. Habiendo trabajado durante siete años para el
gobierno en la lucha contra el crimen organizado y como ayudante del fiscal
(hechos que sin duda marcan de forma indeleble el descreimiento de su pluma),
escribió veintiséis más, pero esta es sin duda la que le marcó, tanto a él como
a un género negro que salió revitalizado y renovado para siempre. En el prólogo
que acompaña esta edición, Dennis Lehane,
autor de “Mystic river”, señala esta
novela como un antes y un después dentro del género, al tiempo que revela que
Higgins “pasó el resto de su carrera tratando de arreglar algo que no estaba
roto, intentando refinar los diálogos en sus novelas posteriores con un error
de cálculo fonético tal, que casi se convirtieron en una parodia de la maestría
que demuestra aquí”. Unos diálogos y un humor fácilmente rastreables en las
películas más señeras de Quentin
Tarantino, quien no solo tomó de Higgins el nombre de uno de sus personajes
más célebres.
Publicado en la web del proyecto cultural La Caja Negra.
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