Aún
recuerdo la primera vez que la sentí merodear. Hasta entonces todo había ido
bastante bien en mi vida. Se podría decir que mi infancia estaba resultando
feliz, ligera, rodeada de estímulos positivos: lugares, risas, amigos, juegos,
etc. No creía necesitar nada más.
Los meses anteriores a la celebración de mi
primera comunión resultaron mucho más agitados de lo que yo me podía imaginar
durante las aburridas tardes de catequesis. No recordaba haber visto antes a mi
madre tan nerviosa e irritable. A pesar de que solo asistíamos a misa en
ocasiones especiales, se mostraba muy inquieta ante “ese día tan importante
para los niños”; se pasaba todo el día de aquí para allá como pollo sin cabeza,
cavilando, pensando en voz alta y pegada al teléfono parloteando con sus
hermanas, mis tías. Discutía con mi padre como jamás hasta entonces, y me
probaba y volvía a probar el traje color crema de almirante que señalé en la
tienda para alborozo general, casi más por complacerla a ella que a mí mismo;
aunque he de reconocer que, poco a poco, comenzó a gustarme mucho. En mis
recuerdos de esa época siempre aparezco vestido con ese traje, ya que incluso
después de la ceremonia me gustaba ponérmelo y desfilar por la casa seguido por
los aplausos de mis padres. Pues eso, mi progenitora medía, pespunteaba, cosía,
comparaba, metía; chasqueaba la lengua y se lamentaba, siempre con alfileres
entre los dientes, pugnando con mangas demasiado largas, hombreras o los
dobladillos del pantalón. Realicé, a veces ante la atenta mirada de familiares
y vecinas que no conocía, decenas y decenas de paseos por el pasillo que
terminaban ante el espejo grande, en el que yo siempre veía reflejado lo mismo.
Mi madre estaba orgullosa ante todo de la
chaqueta, con sus detalles dorados: los galones y cordones, y el crucifijo que
colgaba de ellos. Cuando me la ponía sonreía y sus manos revoloteaban a su
alrededor, pendientes de arreglar cualquier nimiedad que amenazase su
perfección. Le pasaba las palmas de las manos como planchándola, me colocaba
bien la corbata, me apretaba los mofletes y me daba un beso enorme que casi me
despeinaba.
Surgieron acalorados debates referentes a la
pertinencia del uso de guantes, relativos al color de los zapatos o a la
ubicación de la raya del pelo. Fijador sí o fijador no. Corbata, corbatín o
incluso pajarita. Cinturón, fajín…Yo también me sentía arrastrado por ese
ambiente, al principio incomprensible, pero tan entretenido y emocionante
después; tanto en casa como en el colegio, el barrio, o entre mis primos.
Recababa información sobre los trajes de los otros niños y corría presto a
trasladarla fielmente a mi madre, que me escuchaba sin perder detalle,
disimulando al principio e interrogándome cada vez más acuciada conforme se
acercaba el momento. Creo, además, que fue la primera vez que escuché hablar de
dinero de forma continuada. De precios, descuentos, plazos, ofertas. La primera
vez también que oí reproches acerca de determinados gastos.
Y las fotos. El espectacular reportaje de
comunión que era “un recuerdo muy especial para toda la vida del niño”. El
álbum personalizado de 30x30. Las fotos de recuerdo para los invitados. Fotos
sonriendo o con gesto grave o con una leve sonrisa. Fotos mirando hacia el
cielo, sentado, de pie, apoyado levemente junto a un árbol o extendiendo una
mano como si estuviese a punto de cazar una mariposa. Con las manos unidas por
delante, una sobre otra, o sosteniendo una Biblia y un rosario; o bien
colocadas a los lados, “¡no, en los bolsillos ni se te ocurra!”.
Pasado el verano, el silencio se instaló en
mi casa durante largos y desesperantes almuerzos en los que solo parecían
existir los cubiertos y la tele. La primera comunión y sus deudas pesaban,
entre otros gastos, y las recriminaciones retumbaban hirientes tras la pared de
la habitación de mis padres. Un día, en el recreo, algunos niños que no conocía
demasiado me señalaron riendo, decían algo de que yo era el del escaparate del
fotógrafo. No entendía nada, así que al salir de clase me aventuré por la zona
de aquel establecimiento, creo que era la primera vez que iba solo hasta tan
lejos. Efectivamente, en el escaparate estaba expuesta mi foto cazando la
mariposa junto a la de una niña que no me sonaba de nada. Experimenté una
sensación rara, entre la vergüenza y el cosquilleo, y volví a casa. Pero la
verdad es que no me sentía molesto. Además me parecía normal, había visto en el
centro comercial escaparates con fotos de bodas y cosas así. Al llegar a casa a
almorzar mis padres me pidieron explicaciones por mi retraso, tan inusual,
estaban alarmados. Les conté lo de la foto y mi madre palideció mientras mi
padre me acariciaba el pelo y guardaba más silencio. Aquella noche arreció la
discusión y aparecieron el llanto desconsolado de mi madre y los gritos de mi
padre, recordando que quedaba muy claro en la factura que no se aceptaba bajo
ningún concepto la devolución del álbum; los golpes de frustración de mi padre
sobre la pared la hicieron estremecer. Por lo visto, pasados unos meses desde
las sesiones fotográficas, el fotógrafo tenía la costumbre de ir colocando en
un lado generalmente vacío de su escaparate fotos de los niños cuyos padres aún
no habían satisfecho la cuenta, aunque él lo negase taxativamente. Era tal el
interés y morbo que esa actitud despertaba que, aunque una foto estuviese un
solo día expuesta, ya corría como la pólvora por la ciudad la identidad del mal
pagador.
Al día siguiente me escabullí después de
comer y volví a la tienda, ahora cerrada. Me acerqué a la puerta y dejé allí
cuidadosamente, tras la reja de seguridad,
el paquete, con mi nombre escrito por fuera. Esperaba que de esa manera
desaparecieran de una vez tanto mi foto como los pesares de mi familia.
Texto incluido en el libro de relatos de Juanfran Molina "Ciclorama".
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