Estoy en casa zapeando cualquier atisbo de mala noticia cuando recibo
un mensaje en mi móvil Status6662. Es
Juan, un antiguo compañero de trabajo en la empresa de telefonía. Ambos estábamos
en Ventas, y a él lo despidieron hará unos tres meses. Por eso tiene mi número,
claro. Últimamente se ha vuelto ecologista e “indignado” y se dedica a
machacarme de vez en cuando. Pobre, a saber qué pinta tiene ahora. Esta noche
le ha dado por recomendarme un documental sobre los desechos electrónicos del
primer mundo que terminan en vertederos de África, “verdaderos cementerios de
ciberbasura”, “el envés del progreso descerebrado”, teclea veloz. Por cierto,
no soporto las sonrisitas con las que da por finalizadas sus peroratas por whatsapp.
Cambio de canal y el
documental ya ha empezado, va por la mitad. Creo que es en Ghana. Mientras me
preparo la cena veo niños con cortes en los dedos revolviendo en la montaña de
basura electrónica, arrancando cables, desmontando componentes de forma
meticulosa y paciente. A muchos adolescentes buscadores de cobre les cuelga un
cigarrillo de los labios mientras lanzan monitores contra el suelo. La voz del
narrador se demora explicando la gravedad de los riesgos que corren (y que
ellos seguramente obvian), debidos a su constante exposición a sustancias
altamente cancerígenas. Actúan despreocupados mientras aspiran veneno y yo los
observo con el mismo gesto de indiferencia. Es algo anodino, pesado, monótono.
Ellos están a lo suyo y yo también. Así son las cosas. El cursi de Juan sigue
mandando mensajes llenos de tópicos: “Es el reverso tenebroso de nuestra
absurda carrera consumista”, “toda la basura que genera este desmesurado mundo
global e interconectado”, “todos somos responsables”, “nuestra actitud nos
estallará algún día en la cara”, “es obsceno”. La verdad es que quizá tenga
razón. Puede que la carrera sea ciega y delirante, pero pienso que es mejor
permanecer en ella usando el mejor vehículo posible. La mirada se pierde en un
mar de chatarra y residuos electrónicos; datos brutales procedentes de una voz
fría se mezclan con imágenes tan impactantes como habituales. Aguas estancadas
y podridas, humo negro que invita a imaginar un olor agresivo, un aire
irrespirable y tóxico. Los listos exportando sus problemas, en definitiva.
Repaso en mi tablet la agenda para mañana, las
visitas a empresas, los horarios de otra jornada sin final que muy bien puede
tener como guinda otra andanada de mensajes apocalípticos, como hoy. Juan, rezo
porque pronto te quedes sin saldo o sin conexión, gilipollas.
Más ruiditos, otro mensajito
de Juan. Lo busco pero no es él, se trata de Inma, otra compañera. Agresiva,
descarada, se lleva a todos por delante. A veces me fastidia, sobre todo cuando
me la juega, pero me gusta un montón. Aunque, la verdad, tampoco soporto las
sonrisitas que adornan sus mensajes, en ocasiones tan aviesos. Vaya, también me
recomienda el mismo documental, qué sorpresa, pero me dice que ya está
terminando, me explica cómo localizarlo en You
Tube y me pide que busque el minuto 32.15. “Ya verás”. Lo último que me
esperaba es que Inma, una vez en zapatillas, fuese sensible a este tipo de
problemática. Qué mujer más compleja.
Corro y busco. Ahí está la
imagen. Un grupo de chicos sonrientes muestran a la cámara algunos de sus
hallazgos, entre los que destacan terminales un poco cascados del modelo Status6660, que nosotros introdujimos,
no hace demasiado tiempo, entre nuestra clientela vendiéndolo con el latiguillo
“este es el definitivo”. Otro mensaje de Inma: “¿Lo has visto?, no sabes qué
gracia me ha hecho, cuántos recuerdos, Muackks”.
Y se despide con una ristra de sonrisitas.
Texto incluido en el libro de relatos de Juanfran Molina "Ciclorama".
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