José Ignacio es irremediablemente
un poeta, por mucho que le cueste considerarse así. Sus letras, tan
admirablemente encauzadas en el cariz intemporal de su música, poseen la palpitación
de la mejor poesía: son terreno fértil y enigmático, de inagotables lecturas. Las
sucesivas escuchas dejan puertas abiertas tras sí, resquicios en los que
ahondar. Sus textos van conformando un exuberante fresco, una paciente ilación
de imágenes poderosas y definitivas, de breves viñetas donde anidan lo equívoco
y lo inasible, de sensaciones, metáforas y personajes empequeñecidos por la
confusión y la incertidumbre; un lugar donde lo cotidiano no para de cruzarse
con lo eterno en una puerta giratoria sin final. Se ponen en liza las grandes
cuestiones de siempre exentas de brochazos, vacuidad o lugares comunes. Quedan
sometidas al poder subterráneo de su ironía, a una mirada tan precisa como
imaginativa y descreída, y a la reflexión de un hombre perplejo ante el mundo
que encendió la mecha de su talento justo cuando fue consciente de su vulnerabilidad.
La realidad siempre está, se huele, no para de filtrarse y empapar, pero es
enfocada mediante movimientos maestros que la disfrazan, desnudan o bordean sin
olvidar nunca su crudeza.
Respecto de mi canción preferida
de 091/Lapido, me resulta difícil elegir entre un repertorio que se me antoja,
con diferencia, el más brillante en su conjunto del rock en español. Pongamos la canción que más he escuchado estos últimos
meses, “Escalera de incendios”.
Texto incluido en la reedición de 2018 del libro "En cada lamento que se hace canción. Una interpretación de las letras de José Ignacio Lapido" de Jordi Vadell.