Lo vi acercarse por la acera, recortando el crepúsculo. Su andar era cansado, vacilante, más bien arrastraba los pies. El gesto duro, a la par que ausente; un punto irónico y distante, podríamos añadir. Aunque aún joven, aparentaba todos los años del mundo. Los hombros hundidos. Barba de algunos días. Daba la impresión de haber pasado muchos meses solo, aislado en una plataforma petrolífera o en un lugar del Polo, cumpliendo una de esas misiones que exigen dedicación, soledad y paciencia. Llevaba una gastada bolsa de cuero en una mano y un cigarrillo en la otra. Probablemente era hombre de pocos enseres y amigos, sin raíces, extranjero en cualquier lugar. Renuente a la comunicación, adelgazadas sus necesidades y expectativas a lo esencial; endurecido por las condiciones climatológicas severas y las cicatrices de una vida llena de altibajos y decepciones. Se acercó y me dijo:
“Hola, soy el fontanero, dónde está la avería”.