Vivo en un país en el que se apela cada mañana a la libertad de expresión con el excesivo boato del vendedor de humo, sin que ésta esté aún incardinada en la esencia misma de su convivencia. Donde es realmente santificada o limitada, según los casos, cuando hay negocio o intereses importantes de por medio; y generalmente es interpretada como si fuese un accesorio, un gracioso adorno a nuestra existencia, que consiste básicamente en buscarse la vida sin cuestionar la corrupción endémica ni las estructuras de poder, y en aguantar tanto como consumir, como no paran de repetirnos últimamente. Mientras los gobiernos de turno tiendan a acallar voces rodeándose de profesionales afines o dóciles en los medios de comunicación de gestión pública o privada, nuestra democracia no habrá derribado una negra pared ni levantado el vuelo, y una democracia que no levanta sus alas, quedando con sus mejores impulsos retenidos para que no enturbien tiende a pudrirse; ni crece, ni alumbra, ni garantiza un marco vital justo para nadie. Como ocurre hoy en mi país, que tiene como sistema político una democracia carcomida.
Vivo en un país en el que las voces que enseñan, enriquecen y ofrecen puntos de vista estimulantes, son ahogadas por la cacharrería de titulares y los mensajes rápidamente digeribles, certeros y directos, aunque siempre sesgados, cuando no falsos, de todo un ejército de taimados mediocres (y su estela de simpatizantes) cuya cualidad máxima es disponer de la suficiente mala leche para manipular, mentir y enredar a sabiendas durante la totalidad de sus carreras profesionales, cuajadas de méritos partidistas. Gente que te hace el juego de espejos para justificar exactamente lo mismo que en otro momento criticarían. Que sonríen quedamente ante la venganza, que aquí se escabecha en aceite y estalla pringosa y malencarada.
Vivo en un país de curillas de lengua previsible y fácil; de misa diaria ideológica para comulgar con ruedas de molino empapadas en embustes asumidos; de susurrantes capillas cerradas que vuelven la espalda o señalan con el dedo a los que no piensan como ellos; que insultan y apartan a los que han votado a otro partido o a los que no han votado. Un país de sacapechos cargados de melladas de hojalata que les hacen los dueños del cotarro; que mueven a la risa, aunque más bien a la tristeza y a la rabia.
Vivo en un país que quizá no ha querido madurar, dificultado como ha estado siempre para hacerlo; acostumbrado a vivir manipulado por un Estado que se ha traído de la noche de la dictadura aquello que le ha convenido, para refinarlo y edulcorarlo posteriormente en las reuniones del partido. Un país que ha asumido con resignación, y puede que cierto alivio, el menú maniqueo de buenos y malos, de nosotros o ellos, del ahora o nunca. Que ha dejado hacer a una clase política sospechosa, cuya validez depende única y exclusivamente de la capacidad de exigencia de su electorado; un grupo mucho más homogéneo de lo que da a entender que lo primero que aprendió al desembarcar en nuestras vidas es a desactivar esa capacidad, que es la base para que una sociedad se desarrolle y crezca en la libertad y el respeto.
Vivo en un país triste y abatido a pesar de la fluidez con que nacen los chistes y el constante pataleo en el aire; temeroso con la que está cayendo y lo que se avecina. Pero no podemos por ello dejar que la vulgaridad continúe campando a sus anchas, domine nuestra vida y determine nuestro futuro. No podemos llegar al punto de agradecer el pan que nos llevemos a la boca olvidando a cambio todo lo demás. Aún sin ser los principales culpables, nos han convertido en los únicos responsables de los problemas que nos asolan: nosotros y nuestros descendientes tendremos que pagar la cuenta. Para ello nos obligarán a callar, a trabajar por menores salarios y en peores condiciones; nuestros derechos podrán ser puestos en entredicho y nos limitarán el acceso a la cultura como comunicación de ideas y constante aprendizaje. Nos convertirán, finalmente, en complacientes votantes a los que, cuando mejoren las cosas económicamente, no les interese rascar más allá de la superficie por temor a la oscuridad, a descubrir la verdad