En aquellos años no hubo poder, público o
fáctico, que se resistiera a la llamada “ciberinteracción”. Consistió en el
traslado a la vida cotidiana del “Me gusta” que se podía pulsar en algunas redes
sociales. Algo absolutamente revolucionario, la “democracia real”, bramaban en
las tertulias. La idea fue importada por algunas grandes superficies: tras
pagar las compras realizadas, cada cliente tenía la posibilidad de presionar un
coqueto botoncito con la leyenda “Me gusta/I like”, ampliada o sustituida según
las diferentes lenguas de España, pero siempre con su opción en inglés y el
posterior añadido en japonés, alemán, chino, etc.; hasta ofrecer a cada
consumidor toda una alegre y luminosa botonera.
Los distintos gobiernos se precipitaron y
zancadillearon para disponer este servicio en sus diferentes instalaciones y
sedes. En algún caso, para una misma gestión el atribulado ciudadano tenía la
opción de teclear los botones colocados por las tres o cuatro administraciones
que habían intervenido en una misma tramitación (UE, Estado, CCAA, ayuntamiento…).
Y pronto surgieron desestabilizadores rumores sobre las concesiones de los
contratos de instalación de los interruptores.
Algunos sectores se resistieron al principio,
pero cuando comprobaron que jamás se pondría a disposición la opción “no me
gusta”, accedieron. Así se sumaron los bancos, aseguradoras, hospitales,
colegios (sólo en inglés por lo de la segunda lengua y con un botón gigante en
educación infantil, que los niños empujaban como divertimento una vez a la
semana); las empresas para conocer la opinión de sus empleados, que podían
ejercer esa facultad justo después de fichar, o incluso las comisarías,
cuarteles y templos de las diversas religiones (o eso se decía).
A veces se pulsaba o no por sentido de la
responsabilidad o por compromiso, otras por interés, venganza, miedo o desidia;
en ocasiones como boicot o para ejercer presión política o laboral. La
naturaleza humana, en su complejidad, sobrevolaba esos refulgentes pulsadores. Pero,
en el fondo la gente, siempre tan fatalista, dudaba de la eficacia de aquellas
botoneras, que incluso llegaron a venderse como regalo para niños pequeños o
como procaces artículos de broma. Sobre todo cuando se supo que toda la
información así recogida terminaba en el mismo edificio.
Publicado en el nº152 de la
revista de humor on line "El Estafador", dedicado a
"I Like".
No hay comentarios :
Publicar un comentario