Es como vivir dentro de un mal chiste tan
viejo que no envejece nunca, que no para de repetirse sin llegar a un desenlace.
Es como una ola que se alza y nunca alcanza la altura deseada. Atacado desde
incontables perspectivas, siempre se pierde por el camino para acabar en el
mismo punto de partida. Tus padres te cuentan el chiste y tú se lo transmites a
tus hijos llegado el momento. Los profesores se quedan siempre al comienzo. Flota
en el ambiente del bar y el borracho lo vomita. Las banderas lo airean. El coach lo vende con las instrucciones
para venderlo. El abogado lo utiliza. El candidato lo rodea. El Presidente del
Gobierno lo repite compungido tras un leve carraspeo. El vendedor de seguros te
lo explica con un tono siniestro. Los banqueros lo fusionan y sus empleados
gesticulan y alzan las cejas reprimiendo una carcajada. El terapeuta, el
psicólogo y el juez te piden que se lo cuentes desde el principio pero un
bostezo les delata, y el último añade que si no lo haces calles para siempre.
Los tertulianos tiran de él, lo deforman y manosean como plastilina, pero siempre
vuelve a la forma original y los espectadores aplauden. Los presentadores de
televisión lo silabean y pasan la página. Los científicos lo lanzan al espacio.
Los escritores lo reinventan y reinventan. Los electores lo votan. Los
ciudadanos lo asumen y critican a la puerta de los comercios. El Rey lo
asiente. La Comisión Europea lo consiente.
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