Todo está inventado hasta que aparece algo
distinto. Jordi Évole ha desembarcado
en el fárrago de los medios de comunicación con esa sencillez suya, capaz de
superar vericuetos de oscuridades y componendas, en un país en el que el periodismo
político se reduce cada vez más a entronizadas tertulias televisivas en las
que, si llegas con el programa empezado, tardas en saber si ese invitado nuevo
es periodista o político, y donde los que sí son conocidos desarrollan con
oficio su manido papel de adaptar la realidad a sus tesis o intereses,
deslizando que ellos sí saben pero que callan más de lo que hablan, que están
en el ajo, y que la vida es más compleja de lo que piensa el ingenuo
telespectador.
Évole viene del mundo del humor, lo cual en
cierto sentido allana el camino (todo responsable de algo se siente obligado a
demostrar que tiene sentido del humor), y ofrece una presencia real, de
ciudadano medio que a la vez es un periodista al frente de un equipo muy documentado.
Su programa, “Salvados”, es cada vez
más riguroso y completo, menos anecdótico; algo que ha conseguido sin perder
naturalidad, cercanía ni humor. Su finalidad es buscar el centro del problema,
destripándolo y comprendiéndolo a la vez que el espectador; denunciando con
argumentos y sentido; dejando la especulación y la manipulación para el resto.
Visita a los personajes clave de cada asunto que su programa aborda y hace eso
tan difícil por aquí de preguntar al entrevistado justamente lo mismo que le
preguntarían los ciudadanos, cuestiones tan sensatas como certeras. Lo hace sin
medias tintas, con amabilidad, incluso cordialidad, pero expresándose con
claridad meridiana y mirando a los ojos mientras pone el dedo en la llaga; sin
reclamar protagonismo queriendo parecer el más agudo de la clase o erigiéndose
en voz de los oprimidos. El protagonista es el interpelado y el cuestionario
desarrolla el engranaje preciso para llevarlo en dirección al meollo de la
cuestión. Es claro, reales, no tergiversa. Pregunta y exige respuestas con
profesionalidad, desde la sonrisa y una naturalidad desarmante. Su buen talante
crea el clima propicio para que la otra parte explique sus razones sin sentirse
ante un enemigo presto a zancadillearle.
Hay en su forma de encarar los distintos
temas un halo positivo, un esfuerzo por conocer y escuchar al otro que le
permite ofrecer, actualmente, la visión de la problemática que nos asola más
cercana a la realidad. Lo cual valoro a estas alturas como un hallazgo casi
revolucionario.
No sé cuánto tiempo durará. Más que temer,
como tantos, la desaparición del programa, temo la atenuación de la mirada
limpia, de la espontaneidad; de las ganas de conocer y considerar los
acontecimientos dando cabida a todos los matices y aristas. Actitud que ya le ha granjeado la incomprensión de
algunos sectores y que produce situaciones curiosas, como que mucha gente tome
de cada programa la parte más afín a sus intereses y se olvide del resto.
Somos una sociedad poco amiga de la verdad,
al menos de la parte que nos resulta más difícil de cuadrar, que siempre existe.
Por eso vivimos entre versiones oficiales a las que se contraponen otras que
aspiran a serlo. Nuestro cada día más elevado nivel de politización nos empuja
a quedarnos con lo que nos viene dado, con los trajes a medida que nos
confeccionan para dulcificar nuestra conciencia y permitirnos generar opiniones
tan rotundas como poco meditadas. Opinar pontificando, revestidos de una
legitimidad equivalente a la deslegitimación que observamos en quienes no
piensan como nosotros. Ese otro al que derribamos con un insulto y una
acusación. Algo que por ahora debe ayudar a combatir “Salvados”. El mejor
ejercicio periodístico en la España actual para averiguar la raíz de los
problemas y reflexionar sobre ello.
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