Dormía en su piso de Madrid cuando de pronto
sonaron campanas y alguien llamó a la puerta, golpeándola con fuerza. Se
levantó alarmado y al abrir era la Guardia Suiza encabezando una nutrida y
sonriente comitiva. Ni en sus numerosas visitas al Vaticano los había tenido
tan cerca, y su vista se desdobló entre los colorines de su atuendo. Todos
entraron en tropel y en cuestión de segundos ocuparon su pequeño apartamento.
Ahora estaba dormido y alguien le despertó
con ligeros toquecitos en el hombro, era el Papa Benedicto XVI, vestido de
Papa, con sus zapatitos rojos. Palpó rápidamente el lado de su mujer para que
lo viera, sin recordar que llevaba años muerta, y después se incorporó excitado,
encendiendo el cigarrillo que descansaba en el cenicero de la mesilla. Sin
mover un músculo, el pontífice comenzó a susurrarle mensajes entrecortados en
un castellano que se complicaba por momentos, a punto de enrocarse y
convertirse en latín. Decía “soy un peregrino que emprende la última etapa de
su peregrinaje en esta tierra”, “Pederastia”, “los españoles, siempre los
españoles”, “los preservativos no solución”, “abnegación”, “lobby gay”, “cuervos”, “transparencia”,“fe”,
“corrupción”, “curia”, “esperanza”, “banca”. De pronto se calló, y cuando quiso
tocarlo ya había vuelto a la gran fotografía enmarcada de la pared del
dormitorio.
El murmullo aumentaba. En su salón se
concentraban 115 cardenales con sus capelos. Estaban por todas partes, parecían
una orquesta cansada: bostezaban, sonreían, cuchicheaban, se hacían carantoñas
y se apuntaban con el dedo índice lanzándose suaves amenazas. Se bebían su
coñac y fumaban su tabaco, expulsando un humo negro. Se persignó y sus ojos
buscaron distraídamente al Espíritu Santo por el techo.
Los 29 octogenarios que no podían votar
dormitaban sentados en un pequeño recibidor que antes no existía. Los operarios
que preparaban la chimenea para la fumata, los conductores y el portavoz
estaban de pie en la cocina, riendo y comiéndose sus galletas. El mayordomo se
encerró en el baño con el inalámbrico del salón y el secretario personal
trataba de escuchar tras la puerta.
De pronto pareció despertar, recordó que la
elección estaba al caer y salió precipitadamente con su bandera vaticana en
dirección a la Plaza de San Pedro, antes de que estuviese atestada. La madrugada
sorprendió al anciano abanderado en pijama dos calles más allá, y una gota de
lluvia apagó su cigarrillo.
Publicado en el nº159 de la
revista de humor on line "El Estafador", dedicado a "Habemus Papam".
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