Llegué a casa de Fede, mi jefe, un poco
tarde. Lo hice aposta. Llamé al timbre y Matilda, su mujer, me abrió. Durante
un par de minutos, que exprimí todo lo que pude, fui el centro de aquella
selecta reunión de amigos, ya que mientras el matrimonio anfitrión me iba presentando
las conversaciones se interrumpieron y todas las miradas se dirigieron a mí.
Satisfecho me serví una copa y deambulé por el salón dedicando sonrisas y
levantando las cejas aquí y allá. Imposible hablar de música, mi sólida
formación clásica no parecía casar con el mantra electrónico, como de
aspiradora narcotizada, que sonaba y todos alababan con enérgicos
asentimientos. Seguía llegando gente y mi presencia comenzó a diluirse, por lo
que decidí refugiarme en la minúscula cocina para reconsiderar mi estrategia,
ya que el baño llevaba minutos ocupado.
Detrás de mí entró una chica rubia con el
pelo corto, me la habían presentado cuando llegué y ya en aquel momento me
pareció notar que había llamado su atención. Vestía un ajustado pantalón negro
que embutía el mejor trasero que había visto en toda mi agitada vida. Esbelta,
elegante, bellísima, era la perfecta y más placentera puerta de entrada a aquel
mundo. Me sonrió gentilmente y se colocó junto a mí entre la pequeña nevera y
el fregadero en forma de huevo. Carraspeé y empecé a dejar caer detalles brillantes de mi
biografía, con su envoltura irónica claro, mientras indagaba en la suya sin
dejar de buscar un cruce de miradas que se resistía.
De pronto noté un desagradable olor que se
esparcía segundo tras segundo haciéndose inaguantable. ¿De dónde procedería esa
emanación? Era un olor que se me antojaba viscoso, de una densidad que ahogaba.
Creo que me ruboricé, mi cuerpo se tensó como un palo y miré los tristes azulejos
que tenía enfrente, los cuales decidí acariciar en un desesperado intento de
desviar su atención. Me alarmó pensar que yo fuese la fuente de ese efluvio que
no hacía más que crecer. Repasé todo lo que había comido y bebido durante el
día. Trate de convencerme de que, de haber sido yo, por fuerza tendría que
haberlo notado. Valoré las posibilidades de culpar al desagüe. Busqué de reojo
una inexistente ventana por la que hubiese podido entrar. Mis manos estaban
agarrotadas, mi corazón latía fuerte, sudaba. Finalmente desapareció el olor,
qué alivio, respiré hondo sin que se notara y la miré tratando de fabricar
sobre la marcha algún comentario ocurrente. Ya no estaba.
Publicado en el nº160 de la
revista de humor on line "El Estafador", dedicado a "¿Quién se ha tirado un pedo?".
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