05 abril 2013

EL PORQUÉ DE LAS COSAS


Llegué a casa de Fede, mi jefe, un poco tarde. Lo hice aposta. Llamé al timbre y Matilda, su mujer, me abrió. Durante un par de minutos, que exprimí todo lo que pude, fui el centro de aquella selecta reunión de amigos, ya que mientras el matrimonio anfitrión me iba presentando las conversaciones se interrumpieron y todas las miradas se dirigieron a mí. Satisfecho me serví una copa y deambulé por el salón dedicando sonrisas y levantando las cejas aquí y allá. Imposible hablar de música, mi sólida formación clásica no parecía casar con el mantra electrónico, como de aspiradora narcotizada, que sonaba y todos alababan con enérgicos asentimientos. Seguía llegando gente y mi presencia comenzó a diluirse, por lo que decidí refugiarme en la minúscula cocina para reconsiderar mi estrategia, ya que el baño llevaba minutos ocupado.

 

Detrás de mí entró una chica rubia con el pelo corto, me la habían presentado cuando llegué y ya en aquel momento me pareció notar que había llamado su atención. Vestía un ajustado pantalón negro que embutía el mejor trasero que había visto en toda mi agitada vida. Esbelta, elegante, bellísima, era la perfecta y más placentera puerta de entrada a aquel mundo. Me sonrió gentilmente y se colocó junto a mí entre la pequeña nevera y el fregadero en forma de huevo. Carraspeé y empecé  a dejar caer detalles brillantes de mi biografía, con su envoltura irónica claro, mientras indagaba en la suya sin dejar de buscar un cruce de miradas que se resistía.

 

De pronto noté un desagradable olor que se esparcía segundo tras segundo haciéndose inaguantable. ¿De dónde procedería esa emanación? Era un olor que se me antojaba viscoso, de una densidad que ahogaba. Creo que me ruboricé, mi cuerpo se tensó como un palo y miré los tristes azulejos que tenía enfrente, los cuales decidí acariciar en un desesperado intento de desviar su atención. Me alarmó pensar que yo fuese la fuente de ese efluvio que no hacía más que crecer. Repasé todo lo que había comido y bebido durante el día. Trate de convencerme de que, de haber sido yo, por fuerza tendría que haberlo notado. Valoré las posibilidades de culpar al desagüe. Busqué de reojo una inexistente ventana por la que hubiese podido entrar. Mis manos estaban agarrotadas, mi corazón latía fuerte, sudaba. Finalmente desapareció el olor, qué alivio, respiré hondo sin que se notara y la miré tratando de fabricar sobre la marcha algún comentario ocurrente. Ya no estaba.
 
 
 
Publicado en el nº160 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a "¿Quién se ha tirado un pedo?".

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