Él recuerda, tratando de amasar un alarde de
ingenio, que la cola del camaleón ya parecía colgar de un sueño, de un objetivo
definido, cuando sonreía quedamente y levantaba su copa, cuando se le echaba el
brazo por encima y daba la impresión de estar pensando en otra cosa; o cuando ofrecía
su ayuda, generalmente sin la debida insistencia. Era como si flotara en el
aire, añade. Ella le reprocha, irónica, que últimamente tiene salidas demasiado
poéticas, pero señala, y es un dato científico, que sí que es verdad que el
camaleón nunca aparecía en el centro de las fotos, siempre a un lado, un poco
distante, y se apresura a subrayar que no se quiso disfrazar de enfermera
cuando todos lo hicieron en aquel carnaval. Pero se hartó de hacer fotos, añade
él malicioso, entrecerrando los ojos. Ella tuerce un poco el gesto, enterrando
una sonrisa franca.
Los vasos tintinean y ambos fuman, sentados
frente a frente, calibrando en silencio la madurez imparable que fermenta en el
rostro del otro. El volumen de la televisión está demasiado alto, como siempre,
parcheando el murmullo del tiempo, y el camarero que tendría que reponer sus
bebidas parece encontrarse a muchos kilómetros de su mesa, remando trabajosamente
sobre un mar de cabezas.
Él entrelaza las palmas de las manos sobre su
cabeza y retoma el tema animándose por momentos, rememorando las reuniones y
las manifestaciones; sí, él no se lanzaba realmente, no vociferaba sin cuartel,
ni daba puntada sin hilo; nunca llevaba las pancartas o banderas más
estridentes, y durante mucho tiempo anduvo por la zona media, solo o acompañado
de su pareja de aquella época, dejándose ver, dejándose ir. Se dedicaba a ser
el consejero y a veces portavoz de los que estaban en primera línea. Sí, lo
llevamos entre todos en volandas, se lamenta ella, no lo detuvieron como a ti,
vuelve a reprochar cansada, con ajados ojos maternales, ni alcanzó merecida
fama de excéntrico, apuntilla sardónica.
Él desaparece en el baño ayudándose de la mesa
para levantarse y ella suspira, para un segundo después ponerse a pensar en el
camaleón. Esos pensamientos en soledad eran un lujo, el secreto e inefable
placer de relamerse en un rincón sombrío, reconstruyendo las derrotas, las
ocasiones perdidas; aquel breve espacio de tiempo soleado inmediatamente
anterior a la claridad desvaída. Siempre había visto al camaleón, a todos
aquellos camaleones que pululaban alrededor de la vibrante actualidad,
vigilándola, acechándola, como vehículos de futuro, como potenciales
oportunidades de salir de allí en dirección a desconocidas posibilidades. A
ella nunca la engañaron: solo ellos y su taimada mirada, los suaves cambios de
color que ya ensayaban, parecían avistar un camino desbrozado, un horizonte
luminoso sobre las cabezas de todos; aquellas cabecitas humeantes llenas de
ilusiones y certezas trufadas de incertidumbre. Ella supo, se dijo mientras él
regresaba parloteando a su asiento, que sus cerebros y emociones no quedarían
chamuscados como los de tantos que se quedaron en la línea de salida
tanteándose aterrorizados los bolsillos; los camaleones tocarían el cielo y, en
caso de arder, arderían de una y definitiva vez.
Las palabras de él comenzaron a avanzar
cuesta arriba para entrar en los oídos de ella, que ya había aterrizado sobre
el panorama del resto de una caña de cerveza sin alcohol en vaso corto y un
servilletero con dedos señalados. Él todavía se preguntaba cómo se las podía
arreglar el camaleón para estar siempre en la retaguardia y golpear con su
presencia en primera fila solo en momentos en los que nada había que perder,
solo ganar. Le parecía un púgil habilísimo, un estilista sobre el cuadrilátero.
Ella ríe por primera vez en todo el día, sorprendida del símil boxístico, y le
pregunta si recuerda cuánto odiaban en sus tiempos ese maldito deporte, tan
violento y propagandístico. Él entonces suelta a viva voz una retahíla de
innecesarios datos sobre boxeadores míticos, y ella se oscurece levemente al
descubrir otra mentira más, de esas que con los años van brotando por los
rincones del hogar común como regalos temidos e inevitables.
Ella retoma su habitual suspiro y se dirige a
la barra a pagar, está segura de que el camarero quedará para siempre atrapado
en el lado opuesto del bar. Aún se mueve con la ligereza de una pluma, piensa
él, enterrando el piropo mientras juega con las llaves y se recuesta en su
pensamiento. Se abraza a aquel camaleón baqueteado por la vida pero aún firme.
La clave de todo su andamiaje consiste en que nadie lo descubra, elucubra.
Mantener el barco a flote y la velocidad de crucero, con la sonrisa ingenua y
el gesto sorprendido de siempre ante las incongruencias y contradicciones que
la vida va colocando a su paso. Continuar pareciendo aguerrido ante las
injusticias sin demasiada hostilidad, siendo afable y cálido en el trato,
chispeante y espontáneo en las respuestas. Conservar la emotividad en el gesto,
tratándose de un ser cada vez más frío. Seguir estando rodeado de culpables y solo
él reconocer y salvar a los inocentes.
Se levantó algo mareado y se acercó a la
barra para ocupar un lugar junto a ella. Los dos miraron en dirección a la
televisión para ver al camaleón recibir otra salva de aplausos.
Publicado en el nº 176 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a los camaleones.