Cuando entré a formar parte de un gabinete de
prensa tan concurrido, pensé que me pasaría los días tropezando con gente y
llevando cosas de un lado para el otro. Pero no fue así, me instruyeron concienzudamente
para aprovechar las jornadas de cabo a rabo leyendo periódicos, mirando la
televisión, escuchando la radio y preparando resúmenes en uno de aquellos
despachitos escondidos de la primera planta. Leía, subrayaba, resumía. Dedicaba
todas las mañanas a perseguir y recortar artículos críticos, informaciones,
rumores lanzados como noticias, o acontecimientos que rozaran nuestra nave por
algún flanco. Era una labor mayormente pesada y gris, casi funcionarial; algo
así como buscar el grano gordo entre la paja. Solo lo que estuviese muy claro,
no me estaba permitido interpretar. Otros más talentosos o de instancias superiores se dedicaban a filtrar,
descontextualizar, desviar, ocultar, atraer la atención y otras labores de
mayor complejidad. “Todos somos un equipo”, me dijo una mañana una mujer a la
que no volví a ver. Tomé un sorbo de mi café y asentí con la cabeza.
Nuestro barco avanzaba firme, y la política
de prensa cada vez cobraba más importancia. Una labor callada, constante, a la
que yo me entregaba con toda la precisión que podía, tratando denodadamente de
ascender dentro de mi oscuro departamento, en aquel edificio ceniciento de
hormiguitas hacendosas. La impopularidad que acarreaban la corrupción, los
problemas y las decisiones era repelida, las encuestas desfavorables doblegadas.
Gracias a nuestra actuación, nos deslizábamos sobre la situación general casi
sin rozarla, nada nos mellaba, navegábamos a velocidad de crucero. Poco después
me incorporé, en la segunda planta, al equipo de Pasado, como lo llamábamos en
nuestra jerga, una mejora por fin. Revisaba declaraciones, entrevistas,
noticias, cualquier acontecimiento del pasado susceptible de ser sacado
casualmente a la luz, tanto para ser lanzado como para utilizarlo como escudo.
Pero, bueno, siempre me dejaban claro que me dejase de sutilidades, que no era
lo mío, que solo buscase lo estridente. Otros departamentos se encargaban de
hilar, de sacarle punta a todo, de manipular, de dosificar los datos o de
“hacer la verdad más habitable”, como decía un jefe muy raro que tuvimos que no
parecía sentirse muy feliz entre nosotros.
Nuestro barco avanzaba firme y la política de
prensa era ya sin disimulos el mascarón de proa. Poco después internet se
convirtió en una herramienta de uso cotidiano, y las redes sociales se
extendieron hasta alterar sustancialmente nuestras costumbres. Todo parecía
estar al alcance, pero no, claro. Aún así, a mí me seguían cayendo a veces
absurdos trabajos de campo, como investigar el tipo de personas que compraba
según qué prensa en el quiosco, aunque a esas alturas ya todos sabíamos que el
meollo estaba en la red, y, claro, indagar allí correspondía a otro tipo de
personal. Me hubiese gustado también ser un infiltrado real o virtual, pero por
alguna razón no me vieron cualidades para ello. De todas formas en voluntad y
ganas de progresar no me ganaba nadie. Aportaba ideas aquí y allá, algunas tan
ladinas que mi superior comenzó a tenerme cierta consideración.
Algunos años después, nuestro barco más que
avanzar se mantenía, las cosas no estaban tan claras como en los buenos
tiempos, y la política de prensa en aquel momento era, lisa y llanamente, lo
único realmente importante. Ascendí en el departamento de Pasado, gracias a
algunos pasos en falso que advertí con agudeza y, sobre todo, a otros que no
eran tales pero que yo descubrí como fácilmente tergiversables. Esa palabra,
tergiversar, que me hace temblar, me estaba poniendo en mi sitio dentro de la
organización. Así iban las cosas, mejorando día a día, hasta que una mañana,
nada menos que el director general, me propuso dirigir mi propio departamento
en la última planta: Excusas. Acepté de inmediato y me rodeé de un equipo de
personajes tan imaginativos y mentirosos como yo. “Todos viajamos en el mismo
barco”, les advertí paternal junto a la máquina de café, palmeé y nos pusimos
manos a la obra. Nuestra misión no era lo simple que puede parecer a priori:
inventar excusas. Ya que había que hacerlo sobre acontecimientos, declaraciones
o decisiones que aún no se habían producido. Se trataba de una acción
preventiva. Tener un variopinto y elástico almacén de excusas capaz de sacarnos
de cualquier embrollo en un máximo de 24 horas.
Mi equipo trabajaba con denuedo, codo con
codo, cabeza con cabeza; hasta que nuestras imaginaciones se fundieron en un
mismo y alborotado río. Hemos colocado frases en miles de declaraciones de
prensa, y muchas de ellas han ayudado a alterar el curso de los
acontecimientos, y hasta de la historia. Vuelvo a temblar: “necesidad
perentoria”, “cuestión de estado”, “herencia recibida”, “altura de miras”,
“exigencia de un mayor consenso”, “ataque deliberado al sistema democrático”,
“juicio político”, “miren si no a los países de nuestro entorno”, “esto en
Europa sería inimaginable”, y un largo etcétera. En esa época se produjo mi
explosión y, amigos, tened claro que si no fuese por mi elevado sentido de la
lealtad, ya hace tiempo que me dedicaría al asesoramiento privado y habríais
visto mi foto en algún dominical, apoyado en la mesa de un despacho iluminado
como Dios manda, con los brazos cruzados y una elegante camisa blanca hecha a
medida. Y es que lo nuestro es algo secreto, pero será convenientemente
estudiado en el futuro. En cenicientos edificios de muchos países ya me lo han
dicho: “Nadie, nadie, se excusa como vosotros”.
Publicado en el nº 180 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a las excusas.
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