Dani decidió dedicar sus veinte minutos libres
de la mañana a pasear, necesitaba reflexionar, soltar lastre, desahogarse en la
medida de lo posible. Estaba hasta las narices de los problemas que se sucedían
en el estudio. Odiaba las sorpresas, lo sobrevenido. Llevaba ante su mesa toda
la semana enfrascado en un diseño que no terminaba de salir, sobre todo por los
contradictorios y vagos cambios solicitados a última hora. Para colmo el
cliente, generalmente simpático y prudente, se había convertido de buenas a
primeras en dibujante, y no paraba de enviarle correos electrónicos con
bosquejos de ideas mientras inundaba la bandeja de entrada del de su jefe
metiendo prisa. Para más inri, Laura, con quien habitualmente estaba de
acuerdo, comenzaba a sacarle de quicio. Desde el lunes no hacía más que
pincharle, exponiendo sin recato dudas acerca de la viabilidad de su proyecto.
Por si fuera poco, había dejado sobre su mesa, junto al lapicero, un libro de
autoayuda; la broma no le hacía ninguna gracia. Laura, la chica de las
indirectas, qué aguda; como el día que le regaló delante de todos por su
cumpleaños una corbata que sabía que jamás sería usada.
Marisa acababa de salir de la consulta del
médico con su hija. La cabeza le iba a estallar, la niña se había pasado toda
la mañana protestando y chillando. No hubo manera de pesarla ni medirla en
condiciones; el doctor, que qué bien que cobra, apenas pudo reconocerla. Y todo
eso después de perder la mitad del tiempo en la sala de espera, ojeando montañas
de horrendas y desbaratadas revistas de tendencias y vigilando a su inquieta
hija con un ojo que se iba a salir de su órbita.
Se sentó en un banco del pequeño parque,
estaba agotada, entre unas cosas y otras no había pegado ojo. Mientras la niña
trasteaba con delectación en su gran bolso, siempre repleto y desordenado, Marisa
cerró los ojos. Necesitaba relajarse, y para ello nada mejor que pensar en su
trabajo de ilustradora, su gran pasión. Regodearse en los nuevos proyectos que
pululaban aquí y allá. Calcular dimensiones, mezclar colores, imaginar escenas.
Repasar mentalmente tareas pendientes, llamadas que hacer, libros que revisar.
Abrió los ojos y vio a un chico que la
observaba con ojos tristes; parecía treintañero, como ella. Estaba algo rechoncho
y tenía el pelo desaliñado. La verdad es que no mostraba un aspecto demasiado
aseado que digamos. Llevaba un gastado bolso de cuero en bandolera,
presumiblemente superviviente de mejores tiempos. Los bajos de los anchos
pantalones color beis rozaban el suelo, de ahí que estuvieran tan desgastados y
deshilachados. La camisa de cuadros embutía su cuerpo, lo constreñía.
Probablemente había engordado y no tenía ni tan siquiera el ánimo suficiente
como para renovar su vestuario. Pobre.
Dani se sentó en un banco escondido del
parque a meditar un poco más y hurgarse cuidadosamente la nariz. Sabía que su
teléfono móvil comenzaría a crepitar en pocos minutos y quiso tranquilizarse un
poco. Resopló y escondió la cara entre sus regordetas manos, respirando
pausadamente. Al final cerró los ojos y casi se duerme.
Abrió los ojos y vio a una chica que le
estaba mirando con disimulo, parecía desesperada, una de esas desesperaciones
sordas que solo se manifiestan en una mirada penetrante y algo ida. Tendría
treinta y tantos, como él. Ojerosa, daba la sensación de estar consumida por
los nervios, y tenía el pelo recogido en una cola que se lo tensaba hasta la
exasperación. Denotaba poco interés por conservar un atractivo físico que sin
duda existió en momentos más felices. Parecía limpia, pero aburrida y triste,
con ese vestido largo y desvaído y esas sandalias tan desgastadas. Las uñas
pintadas de negro y el tatuaje que le pareció apreciar en un tobillo, se le
antojaron un grito, el grito de la chica guapa y segura de sí misma que un día
fue, pero que ya había desaparecido. Su amplia camisa blanca con flores, así como
mejicana, tenía sin duda la misión de ocultar un cuerpo joven pero ajado por el
sufrimiento y los golpes de la vida. No daba la impresión de tener ningún tipo
de ilusión. En los minutos que llevaba enfrente de él ni siquiera se había
dignado a mirar a su hija, pobre niña, que jugaba ausente con el bolso materno,
acaso buscando un entretenimiento que ocupase el vacío al que su progenitora la
condenaba.
Ambos volvieron a mirarse fugazmente y se
levantaron casi a la vez. Sin el menor gesto de saludo ni de despedida abandonaron
el parque, tomando caminos opuestos. Unos metros más allá, se aferraron excitados
a sus móviles y se dispusieron a teclear al mismo tiempo sus sentimientos en dirección
a las redes sociales: “Acabo de ver la viva imagen de la crisis, y es
desoladora”.
Publicado en el nº 177 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a "More Crisis"..
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