Sentado a la mesa del comedor mira la televisión con el volumen
quitado, como casi siempre. Da vueltas con la cuchara a una sopa de sobre con
ese característico olor tan potenciado que la delata a distancia. El cubierto
entra y sale del líquido color hueso, creando una ilusión de plácido oleaje.
Emerge siguiendo un ritmo pausado, distraído, trayendo siempre cosas desde el
fondo floreado del plato: fideos, trozos como de zanahoria, o restos de la yema
del huevo duro que ha decidido añadir.
Sobre la mesa está la comida
que pone el Estado. El profesional ahora en paro consume lentamente el subsidio
que le queda a la familia, la última ayuda, a la que le resta un mes. Remueve
la sopa caliente y continúa mirando la catarata de imágenes y titulares del
telediario. Silencioso, atisba la amenaza de la depresión y el desquiciamiento,
de la erosión de las relaciones personales, de la ansiedad. Reflexiona sobre el
sindicato, con su brazo permanentemente encima de su hombro y sus palabras
amables y resignadas, señalando al culpable. El sindicato, a veces tan amigo
del poder que se refiere al ministro de trabajo por su nombre de pila, y otras
tan encarnizadamente enemigo. En la pantalla sale gente trajeada con gesto
serio que viene y va; reunida, o contestando a una nube de micrófonos en la
calle. Aparecen imágenes de la vuelta al cole, de otro espectacular accidente
milagrosamente sin víctimas en un deporte de riesgo, de pueblos con curiosas
costumbres, de guerras, de nuevas normas de tráfico; del Rey, que sonríe y se
salta el protocolo.
El móvil que descansa cerca
de él parece más bien un hierático teléfono fijo. Piensa en las enormes
diferencias políticas entre la derecha y la izquierda, cada vez mayores, a
estas alturas, sin acertar a entender el porqué. La información deportiva es
presentada a bombo y platillo, incluso en silencio restalla golosa ante el
telespectador. Debería haber más cultura, se dice vagamente; aunque a veces
siente que la cultura es un batiburrillo que gesticula dirigiéndose a él,
moviendo la boca sin que pueda escucharse nada. Acaso manoteando para
sobrevivir, aventura.
Los políticos, joder; no
existe, que él recuerde, un solo mensaje positivo por mínimo que sea en el que
todos estén de acuerdo. Bueno, solo uno: el repetido hasta la saciedad para
conducir al ciudadano a la firme creencia en la democracia tal y como ellos la
ofrecen y gestionan, ese sistema promisorio que tanto nos ha costado conseguir,
machacan, sin dejar de amenazar con aquello de que sin ellos volverán los
períodos más oscuros y la barbarie. No hay salida por ninguna parte, parece
ser. La cuchara en vertical produce un escaso remolino en el centro del plato,
cuyo movimiento parece alimentar una espiral de divagación.
Asustar para alcanzar el
poder o para conservarlo. O la prensa, mudando la piel de lo positivo a lo
negativo a su conveniencia, según los días, como una serpiente viscosa. Hay que
ver lo que ha cambiado el tono de toda esta gente en los últimos treinta años,
se sorprende pensando. La verdad es que pararse a pensar en ellos es un imán
para las nubes negras. De todas formas, suspira, aunque sabemos lo mal que
estamos, tanta negatividad le parece malsana, incluso un punto vanidosa. Y es
que, todos aquellos que nos hablan de colapso económico, de ruina, de
generaciones y generaciones ahogadas por las deudas, de retrocesos de derechos
individuales hasta límites casi imposibles de recuperar, ¿no piensan al mismo
tiempo en el colegio al que llevarán a sus hijos pequeños, o en su desarrollo
personal? ¿Por qué, si ellos tienen en su vida ilusiones que les llevan a tener
una actitud positiva en su quehacer diario, cargan nuestros hombros con tanta
negrura, con tanta mentira? ¿No estamos sufriendo bastante ya? Sinceramente,
siento que me aborrecen, y yo les aborrezco a ellos, confiesa, ¿por qué nos
aborrecemos tanto, todos, desde siempre?
Ante él aparece el pan que se
termina, el negro futuro de su alquiler, el tiempo que juega en contra. ¿A
quién pedir dinero?, ¿cuánto podría conseguir?, ¿en qué orden disponer de él?
Poder trabajar en negro, dos o tres días a la semana, sería casi como un premio
de la lotería. Un sueño. O, mejor, uno de esos milagritos de iglesia de
provincias. Garantizar en lo posible el pan, la luz, el gas, el agua, el techo,
el vestido. Demasiadas cosas que quizá no debería exigir sin una
contraprestación, no de esfuerzo y responsabilidad, sino de docilidad y eterno
agradecimiento. En la silla de enfrente, tapando el televisor, se materializa
el liberal de mirada burlona que le recuerda que si la empresa privada
dispusiera del dinero que le cuesta al Estado la ayuda que cobra, ya hubiese
creado quince puestos de trabajo, número arriba, número abajo, y después se
volatiliza.
La cuchara da vueltas, va y
viene de su boca, la sopa se acaba. Mejor no cortar más pan. Publicidad en la
tele, risas. Los niños llegan con sus amigos a casa después de jugar y una
guapa mamá les prepara la merienda. Qué bien han aprendido los publicistas a
transmitir la idea del producto solo con mirar las imágenes un segundo. Eres
libre para cambiar de canal, no lo olvides.
Su amigo del sindicato se
declara republicano en la cafetería ¿Cuándo vendrá la República? A lo mejor,
ese día, con todo lo que se ahorre el Estado, se puede invertir más en empleo.
Su amigo del sindicato le ha dicho muchas veces que se afilie, que no se
despiste. Entonces se pone a imaginar la mañana en que se restaure la
República, sería la tercera, III República Española, más o menos. Habrá fiesta
en las calles, pero a él ya se le habrá acabado el subsidio. Se pondrá su
chaqueta gris oscuro y la camisa blanca y llevará a su hijo de la mano, si es
que el niño no le repudia a esas alturas. Saldrán a la calle, seguro que
repartirán de todo gratis y habrá precios populares. Quedarán con su esposa en
la esquina de la gran superficie, donde siempre.
No hay que despistarse. Todas
las situaciones nuevas se nos muestran soleadas, se desarrollan en un ambiente
sonriente, fresco y puro. Además, hay oportunidades para los más sagaces.
Mudamos de piel por un día y brillamos, nos sentimos protagonistas. El poder
nos toca con su dedo índice y nos reímos y correteamos como niños a los que
hiciesen cosquillas. De pronto, formamos parte de una gran aventura, y estamos
orgullosos de pertenecer. Aparece en la pantalla un portaaviones gigante con la
bandera de España, parece no acabarse nunca, ¿cuánto costará eso? Anda que si
por casualidad descubriese un nuevo continente. Entonces, además de banderas,
actuaciones y discursos, quizá hubiese trabajo.
Apaga la televisión y aparece
su cara reflejada en la pantalla. Ve miedo y trata de sonreír, y lo que queda
es un rostro desconocido, lóbrego.
Se termina la sopa y lleva el
plato y los cubiertos a la cocina. En la mesita descansa el álbum de la liga de
fútbol que alguien repartió entre los niños a la puerta del colegio el primer
día de curso. En un par de meses volverán todos sonriendo con un catálogo de
juguetes en la mano. El pequeño almuerza con los abuelos temporalmente, él no;
más que nada para parecer no necesitar, por dar la sensación de estar ocupado,
metido en algo, en acción. Su esposa, desde hace una semana, duerme y pasa la
mayor parte del día con una señora mayor, cuidándola. Gracias a Dios.
Texto incluido en el libro de relatos de Juanfran Molina "Ciclorama".
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