Todo lo que hay de atractivo para los oídos más inclinados al pop y al
rock, en la incorporación de elementos electrónicos, reside en la música de
León Benavente. La sensación a la vez panorámica y apremiante. El impulso
mecánico y repetitivo del mensaje. La eficacia directa e irresistible de su
transmisión. El nervio subterráneo. El lirismo frío que se licúa sobre las
melodías. El golpe sintético de energía. El latido metálico, como esqueleto
presto a ser recubierto de furia y excitación eléctrica. Todo confluye en esa
ambientación carnosa, rugosa a la vez que huidiza y ágil, que circula a nuestro
alrededor sin parar de dejar su huella. En la facilidad para atrapar lo etéreo
y propulsarlo cargado de sustancia, o para dotar de respiración y ansiedad al
ritmo. En la capacidad, finalmente, para montar al oyente en su montaña rusa de
narrativa clara que se vuelve compleja para ser otra vez clara; medidas palabras
que recorren lo eterno y lo presente para precipitarse en el oído cargadas de historias,
reflexiones y sensaciones.
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