Ulises tiene el pelo blanco y maldice al gobierno.
Ulises vive en una plaza silenciosa y circular
con suelo desdentado, jardines, bancos y un parque infantil de esos que, de tan
pequeños, cuando se inauguran no tienen espacio para albergar a todos los
políticos acreedores del mérito que allí se dan cita. Ulises, jubilado, se
esmera en enseñarles cosas a sus nietos, que casi todos los domingos aparecen
con sus padres para almorzar. Ulises les enseña a cruzar la calle mirando
primero a un lado y luego al otro; y a contar monedas para comprobar
pormenorizadamente el cambio en la cercana tienda de chucherías. Les adiestra
acaloradamente para defenderse y cubrirse los unos a los otros en la escuela.
Les adoctrina para que sean duros jugando al fútbol y, sobre todo, para que
sepan mirar por lo suyo. Siempre. Ulises lava su coche todos los domingos por
la mañana y va colocando a los nietos en los asientos conforme van llegando. Es
su ritual. Saca su manguera, su cepillo, su jabón, sus bayetas, su pequeño
aspirador y enciende la radio. Limpia, seca, canturrea y maldice al gobierno, a
los aprovechados, a los corruptos, a los que nunca han dado un palo al agua.
Sacude con fuerza las esterillas contra un banco, las enjabona, las aclara y
las pone a secar cuidadosamente, colocando, ya que alguien le pidió que dejase
de ponerlas sobre los bancos de madera, una sobre cada columpio: la pequeña
moto, el caballito, y el minúsculo balancín. Después, pasa a aspirar el polvo
del maletero, del suelo del coche y de los asientos. Sus nietos ríen y sienten cosquillas cuando el aspirador se les aproxima;
y Ulises, entre risas y bromas, les muestra trucos de conducción y les narra
anécdotas cuya moraleja conduce invariablemente a mirar por lo suyo, saber guardar
y cuidarse de los otros. Conforme avanza la mañana, las esterillas chorreantes
van empapando los columpios mientras los dos únicos pequeños que viven en la
plaza esperan resignadamente en el banco de enfrente a que todo termine.
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