En 1988 no estaba yo
mucho por las programaciones y las cajas de ritmos. Recuerdo que me hice con “I’m your man” de Leonard Cohen al poco de salir al mercado, atraído por el gran
alcance de su nombre. Era el primer disco suyo que compraba. Había escuchado algunas de sus canciones,
pero no tenía una idea muy definida de lo que me podía encontrar. Lo imaginaba
acústico, acaso eléctrico, intenso, grave y solemne a lo Nick Cave. Al pinchar el elepé, desconociendo absolutamente su contenido,
padecí unos momentos de grave conmoción al escuchar "First we take Manhattan". En ese tiempo, los primeros veinte
segundos, más o menos, me dio tiempo a añorar amargamente el disco que había
dejado en la cubeta para traerme este a casa. Así hasta que, pasados esos
instantes, la canción comenzó a volar hasta el infinito.
A veces he pensado en
esa sensación de descubrir algo maravilloso de forma inesperada, y siempre
relaciono mi descubrimiento de esa canción de Leonard Cohen con la mañana en
que, durante un viaje a Roma, tropecé con la Fontana de Trevi, expuesta ante
mis ojos en toda su excelsitud al abandonar un anodino callejón.
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